Hace muy poco tiempo, apenas un puñado de años, eran muchos los usuarios para los que la forma más sencilla, rápida y económica de acceder al diversos contenidos audiovisuales (ya fueran películas, series de TV o música) era a través de la mal llamada piratería. En realidad, en muchos países para los que Netflix o Spotify (por citar los servicios de este tipo más conocidos) no estaban disponibles, este tipo de descargas, normalmente a través de programas p2p, era la única forma de acceder a ciertos contenidos culturales. Para más inri, la industria audio-visual escupía, una y otra vez, esa especie de mantra mediante el cual responsabilizaba a esos “piratas” de estar hundiendo la cultura.
Tuvieron que aparecer nuevos actores que dieran un impulso definitivo a la industria del ocio y la cultura en internet. A persuadir, en definitiva, a un puñado de empresarios anquilosados en el pasado de que los hábitos de los consumidores habían cambiado y ya no iban a seguir comprando formatos analógicos como DVDs, Blurays, CDs de audio o incluso archivos Mp3s. Este mercado se estaba moviendo hacia internet, hacia prescindir de los físico y abrazar de forma definitiva el streaming. El negocio sería digital o, simplemente, no sería. Y para ello, la mejor forma de combatir la piratería era, además de brindar una oferta atractiva y personalizada según los baremos económicos de cada región, facilitar la vida al usuario. Debían lograr, por ejemplo, que fuera más fácil ver una película a través de Netflix que descargarla a través de páginas oscuras inundadas de publicidad a menudo maliciosa. Y vaya si lo lograron.
Centrándome, a modo de ejemplo, en el servicio más popular de vídeo bajo demanda, a día de hoy resulta sencillísimo crear una cuenta de Netflix, gozando además de una prueba gratuita de 30 días para cerciorarnos de si el servicio se adapta, o no, a nuestras necesidades. Pero es que además, y a diferencia de lo que sucedía tradicionalmente con ciertas ofertas de televisión privada (o todavía sucede con la mayoría de contratos de compañías telefónicas), este tipo de servicios no ofrecen permanencia alguna y cancelar una cuenta de Netflix (para retomarla en cualquier otro momento), es una operación bastante sencilla.
Sin embargo, no es oro todo lo que reluce. Ahora la principal lacra radica en la miríada de servicios de suscripción que están apareciendo. Las productoras y canales de televisión tradicionales quieren subirse al carro del “on demand” y están saturando el mercado de una oferta de contenidos que resulta cada vez más difícil de asumir por parte los consumidores, debido tanto a la gran cantidad de obras, como a los coste de producción de las mismas, o incluso por la excesiva segmentación del sector.
También deben mejorar otros aspectos de los servicios ya establecidos, aunque la mayoría de ellos derivan de conceptos desfasados de los derechos de autor que reinan en las legislaciones de la mayor parte de los países industrializados. Me refiero, por ejemplo, a que ciertos títulos estén disponibles en unas regiones, en detrimento de otras. Pero eso, es otra batalla.