
Por supuesto que las prohibiciones son necesarias, El funcionamiento inherente de una sociedad exige la implantación de normas que rijan las relaciones entre los individuos que la integran. Y de estas normas, surgen, intrínsecamente, las prohibiciones. Se trata, básicamente, de delimitar la esfera de la libertad individual para que ésta no se solape con la libertad de los demás. Algo parecido al popular aforismo «mi libertad acaba donde empieza la del otro». Pero estas interdicciones solo deberían actuar como mecanismo residual que llegue hasta aquellos resquicios, siempre extraordinarios, donde la educación no ha podido cumplir su labor. Tampoco deben confundirse con la tutela de ciertos «bienes» que pese ir, al menos en apariencia, ligados a nuestro «yo» más personal, sin afectar, a priori, al resto de personas, son indisponibles incluso para nosotros mismos. El bien jurídico por excelencia de este tipo es la vida. Al fin y al cabo no es más que el mecanismo que tiene la sociedad, como ente colectivo, de protegerse a si misma, de intentar perpetuarse y garantizar su supervivencia por encima de los deseos individuales de quienes la integran. Somos abejas, solo que en nuestra colmena, existen muchos más estratos que en reino de la miel.
En estos tiempos oscuros, no debemos tratar de seguir el camino más fácil, intentando controlar el comportamiento a través de los medios técnicos que la ciencia y la tecnología ponen a nuestro alcance, sino volver a ser consciente de los objetivos y los valores que deben inspirar las normas emanadas por y para nuestra sociedad.
Gracias a Mario, pues aunque me he desviado un poco de nuestra conversación original sobre el tabaco, me ha servido como punto de partida para escribir este artículo.


