Tras esta ventana, duerme su cuerpo sobre una hoja a la deriva. Daría mi vida, recién descubierta y ya condenada, por ver la expresión de su rostro cuando despierte y lea estas palabras. No dará crédito a lo que aquí se relata; en realidad, ni siquiera recordará haberlo escrito. La conozco bien, y sé que intentará racionalizar el hueco en su memoria; lo achacará a una extraña mescolanza entre el confinamiento imperante por esta pandemia y su costumbre de buscar el sueño llenando páginas en blanco mientras vacía botellas de ginebra. Pero incluso ante este escrito que me señala, que nos señala, todavía negará mi propia existencia. No puedo culparla; reconocerme sería admitir aquello que muchos llamarían locura.
Su esposo, al que creo que alguna vez quiso, había enfermado hacía más de diez días. Los primeros síntomas, un ligero malestar y una tos incipiente, no hicieron más que acentuar el intratable humor del que siempre hizo gala, pero la enfermedad siguió avanzando a ritmo fulgurante y en apenas cuatro días sus fuerzas menguaron por completo. La fiebre lo aplastaba la mayor parte del tiempo sobre el pantano húmedo en el que se había convertido su cama, sumiéndolo en un estado de sopor casi permanente. Y en las escasas ocasiones que estaba despierto, ya fuera la tos o el castañeteo febril de sus dientes, lo hacían desear volver a perder la conciencia cuanto antes.
Merchita llamó a la ambulancia cuando su marido se encontró tan débil que ni fuerzas le quedaron ya para levantarse de la cama e ir al baño. Confirmó a la voz distante y metálica del teléfono que el hombre siempre había gozado de buena salud y, aunque a ella le parecía que su estado era grave, aún podía respirar sin dificultad. Con el mismo tono neutro de quien está acostumbrado a dar demasiadas malas noticias, quien quiera que estuviese al otro lado de la línea la exhortó para que su marido pasara la enfermedad en su casa y sobre todo que, a menos que sufriera una insuficiencia respiratoria, no acudieran al hospital, pues los servicios médicos de toda la ciudad estaban ya colapsados. La comunicación se cortó con un chasquido que a Merchita le sonó al de un cerrojazo.
A partir de entonces intercaló sus quehaceres diarios, abundantes en aquella vieja casa, con el cuidado de su marido; lo limpiaba, lo alimentaba, trataba de mantener a raya la fiebre con paños húmedos y, tres veces al día, le daba aquella suerte de placebo en forma de pastilla de paracetamol. Todo ello de forma mecánica, como un acto reflejo, sin cuestionarse nada, sin pensar en el pasado, en el presente o en el futuro; sencillamente se porque se supone que eso es lo que debe hacer una mujer de bien para con su esposo enfermo. Y por lo menos, así fue hasta que un día, algo en su mente cambió.
La luna de filo argento rasgó el crepúsculo de aquel marzo oscuro, derramándose a través de la pequeña ventana del baño en el que Merchita se estaba lavando los dientes. Ella nunca encendía la luz de aquel cuarto, pues hacía ya demasiado tiempo que no soportaba la imagen que le escupía el espejo quebrado. Aquella noche, sin embargo, se dejó embelesar por el inusitado brillo de la luna y permaneció largo rato contemplando su reflejo partido. Su ceja cicatrizaba bien, aunque el moratón de su pómulo aún tenía un color violáceo y chillón que terminaría siendo de un amarillo verdoso. En aquel preciso instante le susurré desde el interior de su cabeza. No dijo nada, fingió no oírme, pero sus ojos se abrieron de par en par ante el reflejo asustado. Se lavó la cara con la vana esperanza de ahuyentarme, mas un estremecimiento de dolor, eco de su última paliza, la hizo constatar que todavía debía llevar sumo cuidado al tocar su rostro golpeado, pero sobre todo aquella sensación aguda la hizo darse cuenta de que yo no era su problema.
A la mañana siguiente, mientras le sostenía un tazón de leche que él sorbía con dificultad, se preguntó cuantas veces creyó ver bondad en aquellos ojos ahora febriles; cuantas veces deseó que le hiciera alguna promesa, aunque naciera rota; cuantas veces abrió las piernas mientras cerraba los ojos; cuantas veces dijo basta, al principio gritando, tratando incluso de devolverle los golpes, y después a través de unos labios rotos, tan temblorosos que si dejaban escapar alguna súplica, era encerrada en un quejido.
Aquel día, Merchita no le dio paracetamol a su marido.
No sucedió de repente. Su voluntad se debatía entre mi promesa de liberarla y la moralina fétida de aquella mártir en que se había convertido. Quiso acallarme tras un murmullo monocorde de padre nuestros y ave marías que repetía una y otra vez, hasta la obsesión. Porque a pesar de todo lo que aquel hombre le había hecho, de los años, la sangre y las lágrimas que le había chupado, Merchita todavía rezaba para que el malnacido sanase.
Entre plegaria y plegaria, logré que recordara una época en la que el andrajoso mundo todavía se desplegaba ante ella como la más luminosa aventura. Así, fue olvidando sus rezos y aunque siempre supo que el tiempo nunca devuelve nada, terminó por reemplazarlos con ensoñaciones de aquellos, sus mejores años, antes de ser esposa y esposada. Rememoró su diplomatura inconclusa, tan lejana ya, en la bella Italia, ahora triste y confinada como ella; las noches sin fin en la ciudad eterna, cálidas y emocionantes como un beso; el desvelo causado por la mera sonrisa de un desconocido en la presumida Florencia… Pronto, no solo empezó a poner sus recuerdos por escrito, sino que jugaba con ellos cada noche, disfrazándolos con hipótesis imposibles, hasta convertirlos en fantasías disparatadas, sin nada en común salvo la ausencia de su marido. Ebria no solo de la laxitud de su memoria, era entonces cuando me cedía las riendas de su cuerpo.
La primera vez, solo fue durante unos brevísimos instantes; ni tiempo tuve de acercarme a su dormitorio antes de que reclamara el control del pellejo que habitábamos, pero unas noches más tarde, conseguí deslizarme en la recámara sin hacer el menor ruido, sin despertarlos. Permanecí largo rato hechizada por el silbido de aquellos pulmones que levantaban ya con evidente esfuerzo el pecho enfermo que los guardaba.
Al llegar a este punto, Merchita ya habrá dejado de leer y correrá hacia el dormitorio como alma que lleva el diablo. Se repetirá una y otra vez que no es posible, que todo esto no es más que una sarta de sandeces; el delirio de una borracha con lápiz y papel. Aun así, en el breve trayecto que separa ambas estancias, será presa de una horda de dudas que la dejarán aturdida y vacilante:
¿Dónde estará la almohada, encima o debajo de la cabeza de mi esposo? ¿Y qué va a ser de mí? ¿Acaso despertaré mañana en una celda distinta a esta en la que habito?”
Pero justo cuando cruce por delante de la cocina, mirará de soslayo hacia la ventana que he dejado medio abierta. Se detendrá, y por lo menos durante un instante, contemplará el doble arco iris forjado en la larga noche detormenta. Para entonces, tal vez sepa que estas palabrasque tanto la han perturbado, escritas de mi puño y de suletra, pueden salvarla de su condena.
FIN