Permitidme interrumpir el relato que estoy escribiendo. A decir verdad, he dudado si publicar esto, pues se trata de algo tan increíble y absurdo que temo me toméis por loco. ¿Pero de qué serviría que cayera en el olvido?
Sucedió de forma inesperada, como han sucedido la mayoría de cosas este verano. Fui a pasar unos días a un pequeño pueblo en el que solía veranear de niño y que, por ese cúmulo de circunstancias que algunos llaman rutina y otros se empeñan en llamar vida, hacía ya casi veinte años que no visitaba.
Supongo que me arrastró hasta allí el anhelo de volver a recorrer calles donde una vez llené los silencios con gritos y carcajadas; de volver a pisar, esta vez caminando y no saltando ni corriendo, alfombras empedradas que conducían a otra época. Guió mi viaje, en definitiva, el deseo de desenterrar recuerdos y dar esquinazo a mi vida, demasiado adusta últimamente.
Pero había pasado demasiado tiempo y, cuando llegué, aquel lugar ya no me resultaba familiar. No tardé en comprender que si hay algo más retorcido todavía que la memoria es el progreso. Del laberinto de calles estrechas donde cada recodo era un hallazgo, no quedaban más que un puñado de callejuelas inundadas por comercios que competían entre sí tratando de robar máximo espacio para sus escaparates. Las plazas, otrora custodiadas por leones y ninfas que con imperturbable elegancia calmaban la sed de los viajeros, yacían ahora sepultadas bajo bastas pieles de hormigón de las que sarpullían decenas de sillas y mesas metálicas que tragaban copiosamente el dinero de aquellos turistas sedientos e incautos que osaban sentarse en ellas. Vagué y divagué tratando de reconocer lugares que habían dejado de existir. Por donde quiera que mirase, todo me era desconocido. Quise tirar por tierra manzanas enteras de casas a golpe de memoria, pero había olvidado demasiado.
Aquél ya era otro lugar. Y justo cuando empezaba a hundirme en la resignación, doblé una esquina en una calle que parecía no tener salida y remonté una vieja y estrecha escalinata que todavía no había sucumbido al tiempo. Reconocí al instante la cima que coronaba; seguía albergando la vieja villa. ¿Cómo había podido olvidarla?
Decían que había sido una imponente obra neoclásica aunque para mi siempre tuvo más de morada misteriosa que de monumento arquitectónico. Sea como fuere, cuando yo lo conocí solo la voluntad de su dueña impedía que se derrumbara. Los jardines no tuvieron que lidiar únicamente contra las malas hierbas, sino sobre todo contra un jardinero todavía más malo que apenas se dignaba a podar aquí y allá cada demasiadas semanas. En el edificio principal, antaño un verdadero palacio, las grietas habían hendido sus tentáculos en los muros ennegrecidos por la lluvia y el tiempo; y el viento, inclemente en aquella colina, había lamido la fachada salpicándola de manchas oscuras y porosas.
Ahora, sin embargo, todo estaba en mejor estado que nunca. Y a tenor de cómo había cambiado el pueblo me pareció grata sorpresa que las evidentes reformas que habían hecho sobre la villa no hubiesen mancillado sus majestuosas lineas originales, propias de una época en la que la bella arquitectura era un arte, precisamente, propio de majestades. Sin lugar a dudas, el inmueble debía estar habitado.
Me acerqué a la verja y empujé la puerta; ningún cerrojo, candado o perro guardián me impidió la entrada. Atónito, contuve el aliento al llegar jardín. Cuando mi pecho se hinchó de nuevo, me inundó el efluvio blanco y templado de la infancia y algo escondido en mi interior vibró con el borboteo de una fuente cercana.
Me pareció ver una anciana en silla de ruedas contemplándonos desde lo alto de la terraza, pero no era más que un recuerdo…
Infancia
No debía tener más de diez años la primera vez que fui a aquel jardín. Entonces no éramos más de 5 o 6 niños pero creo que llegamos a la docena. Cada tarde nos encontrábamos en aquel lugar y jugábamos durante horas, hasta noche cerrada. Eran frecuentes las veces que perdíamos el sentido del tiempo y acudían a buscarnos nuestros padres, regañándonos por llegar tarde a la cena y amenazándonos con no dejarnos volver más. Aún así, nunca llegaron a prohibirnos jugar allí. Después de todo, ellos también estaban de vacaciones y el hecho de que supieran dónde estábamos era un lujo al que no estaban dispuestos a renunciar.
Y eso que, ahora me doy cuenta, resultaba bastante extraño; la dueña de la finca, una anciana en silla de ruedas, siempre gustó de estar rodeada de niños. Vestía de negro, con una cofia que sujetaba sus cabellos blancos. Blanca era también su lívida máscara de polvos faciales, incapaces ya de cubrir las profundas arrugas y traiciones que atravesaban su rostro. A pesar de su mirada lánguida, todavía conservaba un brillo mortecino en sus ojos hundidos. Seguía esperando… A saber qué o a quién, pero seguía esperando.
Alguna vez oí rumores de aquellos a los que llamábamos “gente mayor”. Generalmente se trataba de palabras o expresiones cuyo significado no entendía del todo, pero siempre intuí la envidia y el desdén con las que eran escupidas. “A él nunca lo encontraron pero ella supo encontrar su fortuna” o “Lleva muriéndose de vieja desde que todavía no sabía afeitarme”.
Nos pedía que la llamáramos princesa. Y aunque jamás nos cerró la puerta de sus jardines, nunca, ni una sola vez, permitió que entráramos en el edificio principal. Incluso cuando necesitábamos usar el servicio y nos acercábamos a la puerta suplicantes, cruzando las piernas y contorneándonos al ritmo de la necesidad, se interponía en nuestro camino Sebastián, un viejo criado con el ceño permanentemente fruncido y casi tan arrugado como ella:
-Disculpen caballeretes, nobleza obliga a defender la soledad de la princesa. Disponen sus mercedes de un excusado en la parcela contigua.
Y mientras pronunciaba estas solemnes palabras, siempre las mismas, señalaba, amenazante, con su afilado bastón unas letrinas que había a más de doscientos metros. Ninguno de nosotros, osó nunca llevarle la contraria. Afortunadamente, el mismo estirado e incorruptible siervo nos traía cada tarde una merienda exquisita y copiosa, donde todo eran dulces artesanales, pequeñas obras de arte para el paladar. Siempre, eso sí, exageraba todos sus ademanes, más propios de tratamiento para emisarios de lejanos reinos pigmeos que para dirigirse a chiquillos lamineros y gorrones.
Sea como fuere, de la princesa Fioretta (ese era su nombre), nunca tuve ocasión de quejarme. Siempre fue buena con todos nosotros. No se inmiscuía en nuestros juegos ni la molestaban nuestras algarabías. Sencillamente se quedaba contemplándonos desde la terraza que daba al jardín durante horas, cómo si pudiera ver algo que nadie más veía… Algo de otro mundo. Muy de vez en cuando, despertaba de su ensimismamiento y, como si acabara de darse cuenta de que estábamos ahí, nos animaba con unas palabras en francés. Todavía recuerdo su voz diminuta: “Allez, mes enfants… ¡Jouez! ¡Rêvez!”. Y acto seguido, caía de nuevo en su onírica vigilia.
Entre nosotros nunca nos llamamos por nuestros nombres de pila. No sé a quién se le ocurrió la idea pero nos dio por ponernos apodos. Con el paso de los años, fueron llegando algunos niños nuevos y, ya fuese algún primo de visita o simplemente un chaval que pasaba por delante de la verja mirándonos tímidamente con una pelota bajo el brazo, no se convertían en miembros de pleno derecho de la pandilla hasta que les sacábamos un mote. No los recuerdo todos pero estaban el Lupas, la Willy Fogg, el Matarile, la Sherlock, el Manitas, la Comba, el Tuercas… Y sobre todo, Moira. Moira era, simplemente, Moira; la pelirroja de cabello rizado que nunca tuvo apodo (jamás supe porqué) y la única que vivía en el pueblo durante todo el año. A mi me llamaban “Estrellao” porque siempre estaba lleno de golpes y heridas; cicatrices de caídas imprudentes o, para mí, medallas por osadías varias. Me gustaba mi apodo.
¿Y a qué jugábamos durante tantas horas? Pues la mayor parte del tiempo… ¡Al mejor juego del mundo! Y más en un lugar cómo aquél: Al Escondite.
Cada partida, seguía su ritual: Recitábamos un trabalenguas para escoger quien debía encontrar a los demás; hacíamos “dedos” para ver hasta cuanto tenía que contar (sin mirar) a quien le hubiera tocado buscar o gritábamos consignas para “salvar” a los que habían sido descubiertos y ganar así la partida. Pero lo mejor era, sin duda, la emoción de esconderse y no ser encontrado. Esa sensación de descubrir lugares que, aunque solo fuera durante unos minutos (hasta que te encontraban), te volvían invisible.
Y cuando nos sorprendía la noche y empezábamos a estar demasiado cansados para seguir jugando, nos sentábamos alrededor del cenador que había en el centro del jardín y conversábamos con esa fascinante valentía con la que solo los niños y los borrachos hablan del futuro:
-Pues yo seré capitán de barco. -Afirmé convencido.
-¿Por qué? -Me preguntó la Sherlock.
-¡Aún quedan islas por descubrir! -Exclamé con naturalidad sin saber que las últimas se descubrirían años más tarde desde Google Maps.
-¿Y tú que serás de mayor? -Preguntó el Tuercas a Moira.
-Mmmmmmmm… Doctora -respondió Moira como si lo acabase de pensar. ¡Aún quedan muchas personas por curar! -Gritó imitándome.
Año tras año, hubo algo que también empezó a jugar al escondite con nosotros. Y cada verano, entre partida y partida fue aprendiendo a esconderse un poco mejor. Al principio lo hacía vergonzosa torpeza, pero pronto logró tal habilidad que un día fuimos incapaces de encontrarla: Era nuestra infancia. Y es que con el tiempo, fuimos dispersándonos. Parecía haber algún tipo de regla no escrita, una norma inquebrantable que nos impedía regresar a la villa una vez cumplidos los catorce años, a veces incluso antes. Era un exilio voluntario. Muchos terminaron por no regresar jamás al pueblo. Tan solo Moira decidió no acatar esa ley oscura y siguió acudiendo cada verano al reino de Fioretta… Incluso cuando todo los demás se fueron y solo ella quedó.
Reencuentro
Yo tenía 17 años cuando la princesa murió. Hacía un par de años que no visitaba el pueblo pero me enteré a través de una carta de Moira, la única del grupo con la que no había perdido el contacto, aunque cada vez nos escribíamos menos. En la misiva me proponía que la pandilla se reuniera una vez más en los jardines de la princesa, que sería una bonita forma de recordarla. “Se lo debemos”, escribió tras una retahíla de nostalgia. Al principio me mostré reticente con la idea. Pensé que aquel tiempo ya había pasado, que cualquier intento por recobrarlo sería incómodo y estaría fuera de lugar. No obstante, tenía ganas de ver a mis amigos de verano… Especialmente a Moira. Así que acabé aceptando y me comprometí a ayudarla a organizar la reunión.
Para mi sorpresa, el día señalado estábamos todos los que frecuentamos la villa durante los últimos años.
Pasada la medianoche, justo cuando saltábamos la verja del recinto, al Manitas se le cayó una botella de cerveza al suelo. Estalló el cristal y el silencio; un perro ladró a lo lejos y, durante un segundo, nos miramos los unos a los otros, pasmados, esperando que, en cualquier momento, apareciera el estirado de Sebastián blandiendo su bastón contra nosotros. Pero cuando nos dimos cuenta de lo ridículo de la situación, rompimos en carcajadas: Estábamos solos, la villa era nuestra.
-Si sus excelencias tienen la bondad de acompañarme… -se burló el Lupas.
-¡Por fin podré entrar en el palacio de la princesa! -gritó la Sherlock mientras echaba a correr justo antes de que todos le siguieran.
Moira y yo nos quedamos rezagados.
-¿Te cuento un secreto? -Me preguntó cuando los demás no pudieron oírnos.
-¡Claro! -Entonces me encantaban los secretos. Hoy, no tanto.
-Una vez, la princesa me invitó a tomar el té dentro de su casa.
-¿De verdad? ¿Has estado dentro del palacio? -Estaba realmente sorprendido. Siempre se mostró inflexible con eso. -¿Y por qué no nos lo habías dicho?
-Sucedió el primer verano en el que ninguno de vosotros regresó… -respondió indiferente.
Rehuí su mirada.
-Yo estaba leyendo en aquella glorieta -continuó Moira pasando a un tono más desenfadado- cuando se acercó Sebastián: “Su alteza Fioretta tiene la bondad invitarla a tomar el té en su residencia.”
-¿¡Y cómo es el interior!? -Pregunté ansioso.
-Pues no exactamente como imaginábamos, la verdad. Es todo decadencia y huele a rancio; es una prueba de que la riqueza también envejece. Me dio pena -titubeó unos instantes-… Casi me decepcionó.
-¿Casi? -Sabía que había algo más.
-Sí, verás… Sebastián me condujo hasta un enorme salón de suelo ajedrezado con marcas en el suelo; fantasmas de viejos muebles. Debía haber sido alguna biblioteca… Allí me aguardaba Fioretta, sentada en su silla de ruedas junto a una mesita ridícula de lo minúscula que era. Pero lo realmente sorprendente, era lo que había a su espalda.
-¿¡Qué!?
-¿Cómo explicártelo? Era una enorme forma rectangular, algo tan alto que llegaba hasta el techo. Y te hablo de techos de más de ocho metros. Pero estaba cubierto por una lona de terciopelo negro que me impedía saber qué era. ¿Te acuerdas de la película “2001”? Pues por un momento imaginé que ocultaba el monolito que aparece al principio… -abrió tanto los ojos que parecía sorprendida de sus propias palabras.
-¿No supiste qué era?
-En aquel instante no. La verdad es que estaba un poco nerviosa y al principio apenas abrí la boca. Afortunadamente la Princesa empezó a hablarme como si fuéramos viejas amigas y, poco a poco, me fui soltando. “Querida”, me llamaba.
-¿Y de qué hablasteis?
-Inicialmente de todo y de nada, supongo. De lo mucho que le gustaban nuestros juegos; de la grata compañía que éramos para ella, aunque no nos diésemos cuenta… Pero yo apenas la escuchaba. Ya me conoces, siento debilidad por descubrir lo escondido. A ti siempre se me dio bien encontrarte, ¿no? -Me guiñó un ojo aludiendo a mi torpeza en El Escondite.
-Ja, ja y Ja… Lo que pasa es que para ti siempre he sido tu sol y tus estrellas y, claro, no es fácil esconderse cuando se es el firmamento entero.
Se rió tanto con aquella broma pedante y simplona que se le saltaron las lágrimas.
-Aaaay… ¡Nunca cambiarás! -dijo al fin, recobrando el aliento-. La cuestión es que sino hubiera averiguado lo que había debajo aquella lona, creo que me habría muerto de curiosidad allí mismo. Así que la interrumpí y le rogué que me lo explicara.
De lo que la Princesa Fioretta contó a Moira
-¿Eso? -preguntó Fioretta sin volverse- Es un espejo. Era de Gabriel, mi marido. Ha estado cubierto desde que me dejó… Pero no he tenido el valor de tirarlo… -Hizo una breve pausa, y bajó la mirada- Ni siquiera me he atrevido a descubrirlo en décadas.
-¿Por qué? -Preguntó Moira blandiendo con cierto descaro su curiosidad innata.
-Verás querida… A tu edad tal vez te resulte extraño pero el mío fue un matrimonio de conveniencia. Historias así de estúpidas eran bastante habituales en aquella época. Mis padres me legaron un apellido que gobernó un reino desaparecido en tiempos de mi tatarabuelo. Lamentablemente, el mismo apellido también escondía demasiadas deudas. En cambio, el que fuera mi marido, pese a ser el hijo menor de unos humildes comerciantes de algodón, había prosperado hasta convertirse en un industrial ciertamente poderoso. No obstante, una vez nos hubimos casado, pronto se hizo evidente que para Gabriel no era más que un ornamento accesorio, algo tedioso pero necesario para alcanzar esa aureola de influencia y respetabilidad desde la que satisfacer sus ambiciones políticas. Si alguna vez sintió por mi algo parecido al amor, duró tan poco que no tardó en olvidarlo.
Mientras pronunciaba estas palabras, su mirada se iba perdiendo en la niebla de la memoria. Moira carraspeó, al cabo de unos incómodos segundos de silencio.
-¿Sabes cuál es el secreto de un matrimonio feliz y longevo, querida? -preguntó la Princesa recuperando repentinamente su lucidez.
-¡El amor! -respondió con convicción Moira.
-¡Oh! ¡Vous êtes adorable! -Exclamó Fioretta una voz tan aguda que podía haber quebrado el cristal. -No, mi niña, no es el amor -por primera vez no la llamó “querida”. -Sea lo que sea el amor, se acaba… Podrá durar semanas, meses o incluso unos pocos años (nunca demasiados), pero termina por acabarse.
-¿Entonces cuál es el secreto?
-¡Pues la diversión! -Gritó la Princesa inusitadamente divertida. Y la emoción, claro… Créeme, envejecer al lado de alguien aburrido y predecible acaba es como morir asfixiada por por un tubo de escape: Cuando te das cuenta de que te has dormido, estás muerta.
-Pero también hay gente aburrida… -protestó Moira.
-¡Tonterías! Lo que hay son personas que se lo pasan bien de formas muy diferentes, y algunas que nunca han sabido disfrutar… Y ese es el mayor reto: ¡Hacer que la vida no sea aburrida!
Moira dudó de las palabras de la Princesa. No estaba segura de que todo fuera tan simple.
-¿Por dónde iba? -Preguntó la Princesa tratando de retomar su historia.
-Su marido… Parecía no quererla demasiado -contestó Moira como siempre contestaba: sin tapujos. Curiosamente, Fioretta sonrió ante su descaro.
-La cuestión es que -continuó la Princesa-, al poco tiempo Gabriel no me prestaba más atención que la que le brindaba al servicio. No me malinterpretes; creo que, muy a su manera, se esforzaba en ser un buen esposo, pero era algo superior a él. Nunca tenía tiempo para nada que no fueran sus reuniones y sus viajes de negocios. Por otra parte, yo no estaba acostumbrada a que me ignorasen, y menos aún los hombres. Además, la paciencia nunca fue la mayor de mis virtudes por lo que no tardé en estallar. Ya nuestras primeras discusiones fueron de órdago. ¡Qué digo discusiones! Eran peleas en toda regla: Yo le gritaba recriminándole su falta de interés, él me insultaba, yo le arrojaba cosas, él me las volvía a tirar (las que no se habían hecho añicos)… A veces incluso le escupí de rabia pero, siempre, cuando estábamos a punto de llegar a las manos (por lo menos yo), Gabriel apretaba la mandíbula y corría a encerrarse bajo llave en esta habitación que, por aquél entonces, era su buró. Permanecía aquí durante horas.
Al principio me enojaban sobremanera esos desaires suyos de dejarme con la palabra en la boca y las uñas lejos de su piel. Más de una vez fui tras él y aporreé furiosa la puerta pero siempre hizo caso omiso. Aunque nunca llegué a distinguir lo que decía, alguna vez, y no es que me sienta orgullosa, lo observé a través de la cerradura y, para mi sorpresa, fui testigo de como conversaba con su propio reflejo… Lo más asombroso es que, cuando al fin salía de su despacho, parecía otra persona. Se mostraba emocionado, pletórico… Lleno de ideas locas y extravagantes, ansioso por visitar las tierras más recónditas y por conocer las gentes más pintorescas. Pero sobre todo, me miraba como nunca antes me había mirado. Así que pronto dejé de darle importancia a aquellas excentricidades. Después de todo, viajábamos por lo menos tres o cuatro veces al año, siempre después de esas monumentales peleas. Hicimos tantas cosas… -suspiró- Atravesamos la gran Muralla China en globo; escalamos el Kilimanjaro; cabalgamos con Gauchos en la Patagonia; bailamos hasta el amanecer en el Moulin Rouge de Paris… Lo más extraño, eso sí, era el antojo ceniciento de Gabriel: Siempre insistía en volver a casa antes de 30 días y cuando se acercaba el fin de cada escapada, se volvía melancólico y taciturno, como atacado por la pesadumbre de una nostalgia voraz y prematura.
Pero una vez regresábamos, tardaba tan poco en mostrarme ese desdén que yo tanto odiaba… Por mi parte intentaba corresponderle con su misma gélida indiferencia, y durante algún tiempo lo conseguía, pero tarde o temprano nuestro polvorín doméstico acababa estallando de nuevo y el incendio no se apagaba hasta que volvíamos a huir lejos de nosotros mismos.
Hubo un viaje, sin embargo, en el que todo cambió. Estábamos en el Caribe, a bordo del transatlántico Valbanera cuando me di cuenta de que tenía un retraso; tenía la certeza de estar embarazada. No obstante, no osaba contárselo a Gabriel. Desde el principio de aquel viaje se había mostrado mucho más callado que de costumbre y, por alguna extraña razón que no lograba entender, día tras día había ido encerrándose más y más en sí mismo hasta quedar prácticamente aislado en la torre distante de sus propios pensamientos.
El Valbanera terminaba su trayecto en La Habana, pero Gabriel y yo debíamos hacer transbordo el Santiago de Cuba para tomar otro navío que nos llevase de regreso a España. Un par de horas antes del desembarco, matábamos el tiempo paseando por la cubierta de primera clase. El sol se fundía en el océano mientras yo no podía dejar de parlotear, como si creyese que, de algún modo, el hilo de mi voz lo rescataría de su ensimismamiento y entonces encontraría el valor para darle la noticia de que iba a ser padre. Pero él seguía muy lejos… Se detuvo, ausente, y cerró los ojos apoyándose sobre la barandilla de la nave.
-¿Te encuentras bien?
Se volvió hacia mi y sentí que era la primera vez que lo hacía en todo el viaje. Un latigazo de viento arrancó una lágrima de su mirada lejana. Arqueó las cejas, con lástima, y empezó a hablar:
-Le ruego, señora, que no me tome por loco o enfermo. Permítame que me explique; La amo, la amo demasiado para continuar con esta farsa… Sé que parece absurdo, mas no soy su esposo sino el reflejo del que fue en otro tiempo, acaso cuando todavía era joven e ingenuo, acaso cuando todavía soñaba. No sé cómo lo hizo, la verdad, pero ya hace algunos años que me encerró en el espejo de su despacho.
Yo lo miraba, sin entender.
-Me libera de vez en cuando -continuó con pena-, para alejarse de usted. Al principio me engañaba con la sempiterna promesa de que, si la acompañaba unas cuantas veces, me permitiría abandonar el espejo para siempre y volver a ser él -tragó saliva-. Aunque ahora, perdóneme, solo ansío que se peleen para estar cerca de usted.
-¿Y dónde se supone que está mi esposo mientras tú me entretienes por el mundo? -Pregunté indignada.
-Al otro lado del espejo, por supuesto. Él entra porque yo salgo, no puede funcionar de otro modo -afirmó extrañamente convencido. -Dice que solo así puede trabajar tranquilo.
-¿Y por qué no huiste en cuanto tuviste ocasión?
-Porque siempre me ha advertido… Me ha amenazado, en realidad, con una condena inflexible: Sino regreso antes de un mes, dejaré de existir para siempre.
-¿Qué dejarás de existir, idiota? -estaba perdiendo la paciencia.
-Sí. Me desvaneceré y quizás no quede de mí más que un recuerdo encerrado en un hombre sin sueños.
-Cariño… Tienes una insolación.
-Señora, déjeme acabar, se lo suplico. Tal vez solo sea un engaño de mi corazón, pero creo que usted también me ama… ¡Huyamos juntos! No desembarquemos mañana, no regresemos a España… Lleguemos a La Habana. Y allí… ¡Quién sabe!
-Gabriel, escúchame, vamos a ver al médico. Ya hablaremos de esto más tarde, ¿de acuerdo?
-Empiezo a creer que no desapareceré cuando se cumpla el mes de mi partida -continuó sin hacer caso a lo que le decía-. Creo que en realidad, es otro engaño de mi pérfido yo para no quedarse encerrado. Y si me equivoco… -dudó unos instantes- ¡Expiraré con la mano en el corazón y la boca en tus labios! -exclamó tratándome de tú mientras tomaba mi mano.
Dudé. Y volví a dudar. Pero se acabó imponiendo el sentido común. Aunque todo aquel disparate fuese cierto, cosa que no creía, tenía que regresar a España. Debía ver a mi médico, estaba asustada… No podía aventurarme a seguir los pasos febriles de Gabriel. ¡Iba a ser madre! Y ni siquiera podía decírselo… Tenía que hacer algo.
La bofetada que le di, debió de oírse hasta en la sala de máquinas. Pero ni así reaccionó.
“Estaré esperándote en nuestro camarote. Si me amas como creo que me amas, confiarás en mi y no desembarcarás”. Fueron las últimas palabras que le oí decir.
Pero desembarqué al llegar a Santiago. Mientras descendía la pasarela, y aún en el puerto, miré hacia atrás multitud de veces. Supongo que él hizo lo mismo desde el barco… Lo acontecido durante los días siguientes, forma parte de la crónica negra de la navegación Española. El Valbanera naufragó sin de poder llegar a La Habana. Yo me enteré en mitad del Atlántico, de la mano del propio Capitán del buque que me llevaba a España. 488 almas desaparecieron aquel día. Aunque no encontraron supervivientes, tampoco encontraron cadáveres.
Lo primero que hice al llegar a casa fue entrar en su despacho. Allí estaba, este extraño espejo, cubierto por la misma lona que ves. Tiré de ella con rabia. Un rostro hinchado de lacrimosa tristeza me miraba. No era más que mi reflejo. Me desmayé.
Al despertar, ya en mi alcoba, el médico pareció sorprenderse ante mi pregunta.
“Nunca ha estado embarazada, señora”.
Un beso
-¡Vaya! Pobre Princesa… ¿Crees que es verdad? -Le pregunté a Moira.
-No estoy del todo segura, pero sí estoy convencida de que ella creía en todo lo que me contó.
“¡Mierda!”
Era el Willy Fogg, que regresaba con malas noticias. Para decepción de todos, la puerta principal del edificio había sido tapiada y las ventanas de la planta baja bloqueadas con sólidos tablones, así que cenamos en la glorieta donde tantas veces habíamos recibido a la noche.
Cada uno trajo algo de comer o de beber y durante un buen rato se sucedieron trueques de platos y risas; de comida y recuerdos. No parecía que llevásemos varios años sin vernos. Para cuando empezó a fluir el alcohol, ya habíamos desenterrado hilarantes anécdotas que arrancaban oleadas de carcajadas. Pero en cuanto alguien recordó a la Princesa un oscuro velo de silencio descendió de la propia noche. Yo miré de reojo a Moira, cómplice de lo que me acababa de contar…
-¡Juguemos al escondite! -gritó de ella de repente.
A todos nos entusiasmó la idea. Casi automáticamente, iniciamos el ritual de escoger quien “paraba”, quien debía contar para que los demás se escondieran. Le tocó al Lupas.
-Uno, dos, tres, cuatro, cinco…
Moira se perdió por detrás del edificio y algo me impulsó a seguirla. Corrí tras ella pero al doblar la esquina ya no estaba. La luna se asomó, traviesa, revelando una sombra de plata que se aferraba a los últimos tallos de una enredadera. La silueta se deslizó por una ventana del segundo piso. La imité.
Era la primera vez que pisaba el interior de la morada de Fioretta y apenas podía ver nada; todo era penumbra. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, me di cuenta de que estaba en una pequeña alcoba prácticamente vacía. Solo un guardarropa desvencijado se resistía a convertirse en otra cicatriz más, como las que yacían en las paredes y en el suelo; donde hubieron muebles, donde hubo una cama, donde se marchitó Fioretta.
“¡Quién no se ha escondido tiempo ha tenido!” gritó el Lupas desde el exterior.
No era demasiado probable que el Lupas entrara en el Palacio, y si lo hacía seguramente tardaría lo suyo pero aún así, casi como acto reflejo, miré a mi alrededor, nervioso, y me escondí dentro del ruinoso mueble. Allí dentro reinaba la más absoluta oscuridad y aunque enseguida reconocí el aroma inconfundible de Moira, cuando sus labios húmedos e invisibles rozaron los míos casi me muero del susto. Mi breve y valiente (¡Juas!) chillido fue apagado por su carcajada. Enseguida enmudeció y se acerco más a mí. Sus mechones me hacían cosquillas en las pestañas… Esta vez no me asusté, esta vez el beso duró más que el anterior pero se me hizo infinitamente más corto… “No me olvides” me susurró todavía invisible antes de abrir la puerta y salir corriendo. Me quedé unos minutos paladeando su recuerdo, sonriendo como un tonto en la oscuridad. De pronto me empecé a reír… ¡Tan solo un beso y ya era invencible! Bajé las escaleras y me deslicé por el palacio levitando sobre una bruma desconocida. Sin saber cómo, empecé a dar vueltas sobre mi mismo, recorriendo estancia tras estancia con los brazos abiertos, como si fuera una avión, un loco o ambos. Di un paso hacia atrás y choqué con algo. Allí estaba mi reflejo, contemplándome sonriente y orgulloso tras el cristal de un espejo enorme. El espejo de Gabriel… “Así que había algo de verdad en la historia”, pensé sin darle más importancia.
Aquella noche, gané la partida y “salvé” a todos los que el Lupas había logrado encontrar. Un par de semanas más tarde, no obstante, me fui a estudiar a la otra punta del país y no volví a ver a nadie de la pandilla. Ni siquiera a Moira. Dejé atrás recuerdos, dejé sueños, dejé atrás un beso…
Y solo regrese este verano, cuando el peldaño del ahora se hizo tan cuesta arriba que no pude sino bajar en busca de algún recuerdo en el que apoyarme…
Presente
Fue precisamente guiado por recuerdos que volví a adentrarme en el interior del Palacio después de tantos años. Ya no tuve que trepar por ninguna enredadera; la puerta estaba abierta. En el interior, todo estaba impoluto pero vacío… Obviamente debían estar reformando el lugar.
Deambulé sereno hasta llegar a una habitación con las cortinas cerradas. Sentí que alguien me observaba oculto en las sombras. Su silueta parecía mirarme con cierto temor. Empecé a acercarme lentamente y, para mi sorpresa, la desconocida figura también se acerco. Me detuve e hizo lo mismo. De repente me di cuenta de lo estúpido que había sido; no era más que mi propio reflejo en el enorme espejo que perteneció a Gabriel y a Fioretta después de él.
-¿Eres tú? -Preguntó.
Tuve un escalofrío.
-¿¡Quién ha dicho eso¡? -Grité tratando de sonar amenazador aún a sabiendas de que había hablado mi propio reflejo y eso no era posible.
Me acerqué con lentitud y mi extraña silueta me imitó.
De repente, empezó a correr hacia mi dirección hasta que chocó de bruces contra un muro invisible. Se levantó del suelo con el rostro ensangrentado.
-Ayúdame… -Suplicó.
Me acerqué más. Era yo, era muy joven.
-¡Eres tú! Al fin… -exclamó de nuevo.
Me quedé mudo al volver a oír su voz. Debía estar volviéndome loco… Era evidente que estaba sufriendo alucinaciones.
-¡Tienes que sacarme de aquí! Llevo demasiado tiempo… -balbuceó-. Me quedé atrapado en aquella última partida de escondite. Pero sabía que volverías. He estado susurrando en mi cabeza, que también es la tuya, para que regresaras. Y al fin me has escuchado.
-¡¿Cómo?! Lo siento mucho… -contesté sin saber qué decir.
-No importa, no es culpa tuya… Pero tienes que sacarme de aquí, por favor.
Permanecí inmóvil, incapaz de procesar lo que estaba sucediendo.
-¡Espabila! ¡Soy yo que soy tú! -Me gritó mi reflejo.
Intenté abrir el espejo como si fuera una ventana o una puerta desde la que se veía otra estancia… Fue inútil. Después quise romperlo, pero aquella habitación estaba completamente vacía y no había ningún objeto contundente con el que poder golpearlo así que me envolví el codo con la camiseta. Golpeé el cristal hasta que me hice daño, pero no logré ni tan siquiera arañarlo. Me acerqué al cristal tratando de descubrir algún tipo de debilidad. Mi otro yo, hizo lo mismo. Entonces intentó palparme la cara como un desgraciado mimo ciego. Primero rió y después lloró al reconocerse en mi rostro.
-Cuéntame… -me pidió sonriendo- ¿Cuándo diste la vuelta al mundo?
-¿Cómo? -No le comprendía.
-Sí… Yo iba a hacerlo. Estaba decidido a hacerlo.
-Verás… Todavía no he podido… -dudé sin saber decir un motivo concreto para no haberlo hecho. -Es demasiado caro -le dije, al fin- y, tengo algunas obligaciones…
-¿Fuiste a Japón, al menos? Siempre quise ir a Japón.
-Aún no… -cada vez me sentía más avergonzado.
-¿Te sacaste el título de Patrón de barco?
-No he tenido tiempo… -qué vacías sonaban mis excusas.
-¿Hiciste aquel viaje por Europa en coche?
-He estado un par de veces en el sur de Francia… -me sentía ridículo.
-Ya… -¿Y Moira?
-Creo que se casó… Le perdí la pista -esta vez, ni siquiera me atreví a miarle.
Sonrió taciturno mientras se sentaba lentamente. Me pareció verlo envejecer con cada negativa o evasiva que le daba; parecerse cada vez más a mi y, poco a poco, su interés, su alegría por haberme encontrado, se fue convirtiendo en hastío y cansancio.
-¡Aguarda! -Le dije al fin. Iré a buscar ayuda… ¡Te sacaré de aquí!
Llamé a emergencias, desde el móvil, mientras bajaba por unas escaleras pero antes de que pudiera hablar con nadie tropecé y me caí. Recuerdo escalones, vueltas y más escalones. Un fuerte dolor agudo me perforó la espalda.
No sé cuanto tiempo había pasado cuando me desperté, pero había una doctora estaba a mi lado. Se inclinó para ajustarme la almohada y sentí uno de sus mechones haciéndome cosquillas en las pestañas.
-Moira…
-Shhhhhhhht… Ahora tienes que descansar, Estrellao -me susurró sonriendo.
-El espejo… -gemí.
-Estaba roto cuando llegamos.
Fin
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