Actualizado: ¡Añadida la parte 48!
Relato publicado periódicamente. Cada entrega corresponde a una nueva fotografía publicada también en Instagram.
En el barco – I
No es buena idea subirse a una embarcación cuando se tiene resaca, especialmente si el mar, como era aquél el caso, parece tener demasiadas ganas de jugar con su barquito.
Apenas habían pasado dos horas de las siete que duraba el trayecto, pero mi estancia en la cafetería del navío estaba resultando insoportable. El mero murmullo de las conversaciones ajenas taladraba mi cabeza sin piedad, sin descanso, y si trataba de dormitar un poco para esconderme así de la migraña etílica que apuñalaba una a una todas mis neuronas, las náuseas despertadas por el vaivén vertical del barco abrasaban con súbita violencia la más nimia promesa de sueño.
Salí pues a cubierta anadeando con dificultad, pálido, temblando, sin más esperanza que la de templar mi ánimo con la ayuda de la brisa y el sol. Por fortuna, así fue. Ya en el exterior, en cuanto hube dejado atrás el humo de quienes apuraban sus últimos cigarrillos antes de volver a la relativa comodidad que brindaba el interior de la nave, el aire fresco, el olor a sal y esa sensación de libertad que solo puede beberse del inabarcable azul del mar, hicieron que me sintiera un poco mejor.
Hacía bastantes horas que había amanecido, pero una tenue luna se resistía a diluirse en el océano del cielo. Me apoyé en la barandilla absorto en ella, casi hipnotizado mientras el barco subía y bajaba como si tratara de alcanzarla. Tan ausente estaba que no me di cuenta de que alguien se había acercado a mi lado, hasta que empezó a tararear. Era apenas un murmullo inaudible, pero aquella débil melodía, tan extrañamente familiar, fue suficiente para romper mi ensimismamiento.
Ella parecía ajena a mi presencia. La miré de soslayo mientras tarareaba, contemplándose con elegancia innata y distraída, en un pequeño espejo de bolsillo. El profundo azul de sus ojos, enormes y vivarachos, acariciaba con inusitada picardía su propio reflejo. Sus pómulos altos, su rostro alargado y su expresión altiva desafiábanse a si misma con ligerísimos pero regios movimientos de cabeza. De sus cabellos, castaños y cortos, brotaba con delicada sutileza un cuello lánguido, casi etéreo. Sin embargo, no fue nada de eso lo que llamó mi atención, lo que iluminó un lugar recóndito y casi olvidado en lo más profundo de mi memoria. No fueron tampoco las sinuosas curvas apenas esbozadas bajo su jersey de crochet. Ni el corazón encarnado y la herradura invertida que lucía como un extraño lienzo sobre su hombro tatuado. Ni siquiera sus labios voluptuosos, rojos como la sangre sobre la nieve, húmedos como el deseo, entreabiertos como una promesa. No, aquello que terminó por avivar la llama de mis recuerdos, fue la mano izquierda con la que sostenía el espejo plateado, pues su dedo corazón era mucho más corto que los demás. No es que le faltase ningún trozo porque tenía el mismo número de falanges que en los demás, incluso una uña pintada de color escarlata. Simplemente, era como de la mitad de tamaño.
Estaba seguro; era ella. Casi de forma inconsciente, unas palabras escaparon de mis labios:
-Cuando alguien señala la Luna, solo los tontos miran el dedo.
Con un chasquido, cerró el espejo y cesó su tonada.
Se volvió hacia mi y durante un instante creí vislumbrar la duda y la sorpresa en sus ojos. Enseguida, no obstante, recuperó la expresión hierática con la que tan bien se había maquillado. Reanudó su tarareo acercándose con andares felinos y expresión neutra, recorriendo sin prisa el escaso par de metros que nos separaban. No dejaba de mirarme fijamente. Yo, a su vez, tampoco podía apartar la vista del azul profundo y oscuro de sus ojos. Tuve la sensación de que el aire se hacía más húmedo y denso a nuestro alrededor. Y cuando ya la tenía tan cerca que podía respirar su propio aliento, cuando ya podía sentir su aroma tibio, dulce y nostálgico, dejó de tararear. El trémulo cristal de su mirada se tornó más turbio, rompiéndose en una lágrima, una única y diminuta lágrima, que se arrastró por su mejilla hasta ser arrojada por la brisa al vacío del mar. Despegó sus labios milimétricamente, pero durante unos segundos, como si no encontrase ninguna palabra digna de ser liberada, permaneció muda. Al fin, cuando yo estaba a punto ya de decir algo, habló. Su voz fue apenas un rumor inaudible, un secreto furtivo susurrado en medio de la noche… Pero yo la oí:
-No te he olvidado… -me dijo.
Preso por las tinieblas de su mirada plateada, oí el eco de sus palabras ahogado por las olas, precipitándose tortuosamente por el acantilado de mi memoria. Me vi reflejado, palpitante, en sus ojos; en la oscuridad más profunda del espejo, ahora quebrado, de sus pupilas. Y empecé a marearme; noté como se desvanecía el suelo bajo mis pies. Me sentí desfallecer succionado por la espiral del tiempo, asfixiado en el mar de recuerdos donde naufragó mi niñez. Ni siquiera así, consciente aún de que podía precipitarme al vacío del mar en cualquier momento, fui capaz de apartar la vista de su mirada.
En el hospital
No tenía más de doce años cuando pasé algunas semanas ingresado en un hospital. Los primeros días ni siquiera podía levantarme, aunque aquellos no fueron los peores; apenas sí puedo recordarlos. Lo peor llegó cuando empecé a recuperar las fuerzas y fui capaz de sostenerme en pie con ayuda de unas muletas pues, aún así, los médicos me impusieron la obligación de seguir guardando cama. “Reposo absoluto” fue su sentencia. Recordándolo ahora, me parece una tontería pero creo que no supe qué era el verdadero aburrimiento, que no conocí el significado literal de la expresión “horas muertas”, hasta aquel momento. A fin y al cabo, todavía era un niño. Incluso aguardaba con secreto anhelo la llegada de comidas insípidas y visitas de más insípidos todavía personajes de bata blanca, ya que suponían un pequeño paréntesis en la monotonía de mi reclusión. Se trataba, en definitiva, del más aplastante tedio hecho condena médica.
No obstante, cuando ya había cumplido algunos días de mi confinamiento, empecé a salir a hurtadillas de la habitación. Después de todo, me sentía bien y pensé que los doctores, blandiendo aquellas prohibiciones que a mi edad solo se me podían antojar de tiránicas, se equivocaban, o por lo menos, exageraban. El momento más propicio para mis fugas era de madrugada. Mi madre tardaba bastante rato en conciliar el sueño en la incómoda butaca de la habitación, pero en cuanto lo conseguía, el cansancio acumulado tras días sin dormir en buenas condiciones, la sumían en un sueño profundo. Además, a esas horas el personal hospitalario se encontraba bajo mínimos, lo que facilitaba sobremanera mi clandestino entretenimiento.
Confieso que durante mis primeras escapadas nocturnas, me embargaba cierto temor al deslizarme subrepticiamente por aquellas asépticas instalaciones. Hasta años más tarde, no supe que esas mismas instalaciones, otrora habían albergado un lujoso balneario. Aunque dudo que fuera ese aire decadente del que el edificio jamás logró desprenderse lo que me inquietaba. A decir verdad, se trataba de la metamorfosis que experimentaba el lugar en escasas horas. El constante fluir de gentes que durante el día recorrían los pasillos engalanándolos con ese aire gris y aburrido que desprende la rutina, desembocaba cada noche en un paisaje desconocido e inquietante, dónde cada sombra escondía algo que solo puede intuir la imaginación de un niño de doce años. Pero lo más siniestro de aquel entorno era que, a pesar de la ausencia casi absoluta de personas, ya que solo excepcionalmente y a horas señaladas fui testigo anónimo de la ronda de algún que otro celador o enfermera, jamás reinaba el silencio. Siempre me sobrecogía algún ruido inesperado cuyo eco se desvanecía en mi conciencia como un delirio incierto. Sonidos que durante el día hubiesen atravesado mis oídos sin apenas escucharlos, adquirían ahora, teñidos de tinieblas, un tono desconcertante. A veces bastaba algún tintineo metálico, probablemente de alguna camilla lejana, para que me plantease dar media vuelta de súbito. En otras ocasiones, era sencillamente el murmullo sordo y quejumbroso de algún desconocido lo que erizaba mi piel y, de nuevo, hacía que me replanteara regresar rápidamente a la seguridad de mi celda. Por supuesto, nunca se me ocurrió que tal vez fuese yo quien, con el compás ahogado de mis muletas, despertase la melodía más funesta de todas.
En aquella época me resultaba muy difícil distinguir la temeridad del valor. Solo así me explico mi reacción a lo que aconteció aquella noche.
A pesar de llevar pocos días con aquel intempestivo entretenimiento, no habia tardado en acostumbrarme a la soledad de aquellas horas. Pronto hice de la noche, más que un cálido abrigo, mi patio de juegos. Me desenvolvía lento pero sigiloso por los recovecos que guardaban las sombras de la última planta del hospital. Aprendí también a descifrar el origen y significado de cada uno de los sonidos cotidianos que, tan poco tiempo atrás, me habían asustado de aquel modo. Y casi sin darme cuenta, me descubrí jugando conmigo mismo; imponiéndome el reto de recorrer los pasillos, de un extremo a otro, sin que nadie me viera. Por desgracia, debido a la soledad reinante, resultaba de lo más sencillo, y pronto pasé de henchirme de un infantil orgullo, a notar de nuevo el aliento tibio y hediondo del aburrimiento. Fue entonces cuando empecé a complicar el juego cruzando inquisitivas puertas con letreros del tipo “No pasar” o “Solo personal autorizado”. Pero incluso así, nunca encontraba nada interesante. La mayoría de las veces acababa en alguna anodina sala con material médico que, aunque a buen seguro hubiera sido la cámara del tesoro de muchos yonkis, a mi no me inspiraba más que decepción.
Una noche, no obstante, al doblar una esquina, me pareció vislumbrar una sombra desvaneciéndose en la oscuridad. Noté como se me aceleraba el pulso pero incomprensiblemente y obviando todos los esfuerzos que había hecho hasta aquel momento para amortiguar el chasquido sordo de mis muletas y pasar desapercibido, la seguí lo más rápido que pude, depreocupándome por completo de ser descubierto. Llegué al final de un pasillo sin más salida que una de emergencia. Justo al cruzar el umbral, el contraste de la luz artificial que conquistaba el rellano me cegó, pero un fuerte portazo avivó mis pupilas, dirigiéndolas hacia arriba. Allí, una puerta roja.
Desde el limen de la puerta, sentí como me miraban, sin verme, incontables ojos ciegos y titilantes; luces de la ciudad. La luna derramaba su resplandor gélido sobre la azotea del hospital, perfilando sombras difusas de pequeños macizos rectilíneos, simples conductos de ventilación. Pero cuando dejaban escapar aquel vaho nocturno, evocaban una suerte de branquias deformes exhalando un azufre. Branquias de una enorme bestia, ahora durmiente, que me había engullido sin lograr digerirme.
Tardé unos segundos en acostumbrarme a ver en aquella penumbra, y fue entonces cuando quedé petrificado ante una visión que jamás hubiera podido imaginar. No osaba moverme, trataba incluso de no parpadear, pues temía que aquella imagen (aunque tal vez fuera una alucinación) se desvaneciera para siempre, como un sueño perdido en la maraña de la vigilia, un sueño del que jamás podría volver a recuperar el hilo. Una muchacha de piel azul -¡Azul!- yacía sentada sobre el suelo, con las piernas colgando por debajo de la barandilla. Me miraba fijamente. Sus enormes ojos refulgían en la penumbra plateada. Su expresión, tensa y confusa, denotaba que debía estar tan atónita como yo por haberse topado con otro habitante nocturno. Aún así, no decía ni hacía nada, salvo escrutarme con insistencia. Permanecimos congelados de aquel modo, durante unos instantes interminables. Tenía la impresión que, en cualquier momento, la misteriosa figura huiría desapareciendo para siempre. Y yo jamás tendría la certeza de si realmente había llegado a existir. Pero no fue así. Un ruido lejano desde el otro lado de la puerta roja, todavía entreabierta, uno de esos sonidos nocturnos a los que yo ya me creía tan acostumbrado, me sobresaltó. Atravesé el umbral con un fuerte portazo.
-¡¿Eres tonto o qué te pasa?! -dijo ella al fin, desatando un fugaz grito ahogado.
“Cri cri, cri cri…” Música vana, burla de la noche. Un grillo socarrón se mofaba de la escena, cantando al son del eco que todavía emanaban las palabras de la muchacha. Y es que, en cuanto las hubo pronunciado, como si deshiciese un extraño hechizo, me di cuenta de lo iluso que había sido. El color de su piel no tenía nada de extraño, pues simplemente era el producto del azul eléctrico que desprendía el neón del edificio contiguo.
De repente, la muchacha se subió a la barandilla al tiempo que me lanzaba una mirada furibunda. Parpadeé y saltó al vacío. No pude reaccionar; atónito, la ví desaparecer al otro lado de los barrotes oxidados. El grillo calló, y mis piernas flaquearon en el interior de su cárcel de escayola.
No recuerdo si lloré, pero sí que me quedé pasmado sin moverme del sitio, durante largo rato. Una parte de mí quería regresar a la comodidad de mi celda; cobijarme bajo sábanas asépticas de olor a éter; sacrificarme a Morfeo implorando que encerrase aquellos últimos minutos en el alivio de una pesadilla. Pese a todo, preso por la misma fuerza que me había llevado hasta allí, empecé a caminar hacia la barandilla. Fui acercándome lentamente y una gélida sensación empezó a desgarrarme por dentro. No se trataba de un miedo a nada concreto, ni siquiera a la imagen de un cuerpo aplastado contra el suelo. Era un escalofrío que se revolvía en mi interior como un demonio cautivo. Un demonio cuyo nombre, entonces yo todavía no lo sabía, era culpa. Y es que no pude evitar sentir que, de alguna manera, mis actos habían ocasionado aquel fatal comportamiento.
Justo antes de alcanzar el borde de la azotea, un chasquido metálico hizo trizas mis maltrechos nervios por enésima vez aquella noche. Me di la vuelta justo antes de que una cabeza asomara a través de la misma puerta que yo había cruzado. Era la chica, que yo ya creía muerta, observándome bañado por el mismo azul donde yo la había mitificado.
“Cri Cri, Cri Cri…” El grillo reanudó su canto.
Sus ojos de hielo se detuvieron en el umbral. Me observaba con la misma frialdad con la que lo habría hecho un espíritu errante. Una sombra grotesca se perfiló en su puño. Sostenía una piedra y no dejaba de mirarme. Instintivamente, retrocedí un paso, hasta que mis muletas chocaron con la barandilla de la azotea. Miré hacia abajo, empecé a comprender: A escaso metro y medio de altura descendía una vieja y oxidada escalera de incendios que había salvado a la chica del precipicio. Volví a mirarla, aliviado. Estaba colocando el guijarro entre el marco y la puerta, para que ésta no se cerrara. Torpe de mí, supe entonces que cuando entré había cerrado la puerta sin darme cuenta y ésta no podía abrirse sino desde interior del edificio. Por eso ella había saltado hasta la escalera de incendios, para volver a entrar al hospital, a saber por dónde, y abrirla de nuevo.
Mientras la observaba, me obsequió con el atisbo de una sonrisa cómplice y se acercó.
-¿Cómo se llaman? -Me preguntó obviando lo que acababa de suceder.
-¿Qué? ¿Quién?
-Ellas… -añadió con naturalidad señalando mis muletas.
-No tienen nombre… Solo son muletas.
-No deberías hablar así de quien te sostiene e impide que te caigas -me reprendió-. Deberías ponerles un nombre.
Miré hacia abajo, extrañado. Las dos columnas metálicas refulgían en la penumbra azulada.
-¿Quieres un cigarrillo? -Volvió a preguntarme antes de que pudiera decir nada más- Se los he quitado a un celador -sonrió de nuevo, esta vez con orgulloso descaro.
Negué con la cabeza. La chica no era más que una niña. Debía tener mi edad, quizás tan solo algún año más, pero se encogió de hombros y se encendió el cigarro. De repente, dio un salto y se alejó de mi unos metros, como si buscara algo.
-Menos mal… -suspiró recogiendo un pequeño cuaderno del suelo.
Nos sentamos, el uno al lado del otro, y hablamos durante horas. Todavía yacía caliente el cadáver de la fría noche cuando regresamos a nuestras celdas.
Al día siguiente, las horas se arrastraron, lentas, ásperas y pesadas, casi ponzoñosas, como sanguijuelas lamiendo con saña las heridas de mi aburrimiento. Recuerdo especialmente el atardecer incendiado, pues tardó por lo menos una o dos eternidades en claudicar y liberar el bálsamo de la noche, pero lo hizo al fin. Y pude escapar de nuevo.
La encontré en el mismo sitio, sentada en el suelo de la azotea, junto a la barandilla. Estaba a punto de saludarla cuando me di cuenta de que ni siquiera sabía su nombre. Ella todavía no me había visto. Estaba absorta, con la cabeza agachada, escribiendo atentamente en su cuaderno. Intenté vislumbrar lo que escribía por encima de su hombro, pero en lugar de eso me fijé en la mano con la que sostenía el lápiz. La noche anterior no me había dado cuenta, pero la tenía parcialmente vendada, dejando libres todos los dedos salvo uno; el dedo corazón. Este dedo, aunque lo cubría la parte más gruesa de la venda, era mucho más corto que los demás. La muchacha ya se había percatado de mi presencia y, como si adivinara lo que estaba mirando, susurró:
-“Cuando alguien señala la luna, solo los tontos miran el dedo”.
-¿Qué? -Pregunté sin entender.
-Nada… -respondió ella sin levantar la vista del papel-. Es algo que solía decir mi padre.
Antes de que pudiera avergonzarme de mi comentario, soltó una carcajada tan espontánea, alegre y ruidosa que temí que alertase a alguien.
-¿Qué escribes? -Le pregunté intrigado.
-Es un secreto -respondió muy seria, cerrando el cuaderno de golpe. -¡Vayámonos de aquí! -Exclamó cambiando de tema-. Hoy hace mucho frío.
Me condujo en silencio por el laberinto blanco y oscuro. Atravesamos corredores lúgubres y descendimos por escaleras olvidadas. Guiaba mis pasos, lentos y toscos, con la luz de su mirada. Revoloteaba a mi alrededor, adelantándose a veces, pero regresando siempre a mi vera, acompañándome como un espíritu travieso.
Al cabo de un rato, cuando ya empezaba a creer que nos habíamos perdido, cruzamos un enorme portón y nos adentramos en la penumbra que inundaba la capilla del hospital. Nos sentamos en las primeras filas. Pareció percatarse de que yo estaba un poco cansado. Se quedó mirando mis muletas.
-Ellas -las señalé-… Ya sé como se llaman.
-¿Cómo? -Sonrió.
-Mía y Pía… Son gemelas, pero no se llevan nada bien.
-¿Y eso? -Preguntó divertida.
Dudé unos instantes.
-Se pelean por mi. Pero no estoy seguro si se tienen celos porque me quieren para ellas solas o si las dos me detestan y luchan por colgarle mi peso a la otra.
Volvió a sonreír, luminosa como un relámpago.
-Puede que sean ambas cosas… Depende del día, depende de como las trates.
Y desató con su risa un trueno que retumbó por todo el habitáculo.
-Tranquilo, no hay nadie cerca -explicó al intuir mi preocupación por ser descubiertos. -Salvo ella -señaló la virgen de mármol que nos contemplaba desde el altar. -Pero hace ya tiempo que calla… -Me llamo Luna, ¿y tú?
-Omar.
Durante horas, mascullamos palabras que tal vez no dijeran nada pero despertaban todo. Tejimos frases, quizás atropelladas o interrumpidas, pero que salvaban abismos. Sorprendimos al joven sol pintando vidrieras…
-¿Qué día es hoy? -Exclamó repentinamente.
-Mmm… Sábado, o más bien Domingo.
-Debo irme… ¿Nos veremos esta noche? -Parecía dudar de su propia pregunta.
-¡Claro! -Añadí con convicción.
-Quizás estaré un poco -no terminó la frase-… Pero recuerda esto…
Fue apenas un roce fugaz, una milimétrica caricia líquida, un cosquilleo cálido en los labios… Me besó y desapareció.
Su beso, mi último pensamiento antes de quedarme dormido y el primero al despertar.
Un extraño velo parecía haber cubierto la vigilia. Tenía la sensación de que todo lo acontecido durante las últimas noches, no era sino un sueño que tenía la fortuna de no olvidar. Mi mayor temor sin embargo, era que tal y como sucede en los mejores sueños, acabara despertando en el momento más inoportuno. Me relamí los labios, como si esperase notar en ellos algo diferente, algo que me confirmara que todo aquello era real. Como si de algún modo, pudiera descubrir en el final de mi boca, el principio de Luna.
Aquella noche, no obstante, no la encontré en la azotea, ni en la capilla. Merodeé durante varias horas por todas las plantas, mas fue en vano. Alrededor de las 4 de la madrugada, empecé a sentirme tremendamente cansado. La frustración y el sueño acumulado tras varias noches de dormir poco y soñar mucho, parecían haber convertido a Mía y Pía en pesados grilletes con los que, irónicamente, tenía que lidiar para regresar a mi celda. Así que decidí llamar el ascensor y ahorrarme un buen trecho hasta mi planta.
Cuando se abrieron las puertas automáticas, me topé de frente con ella. Se quedó mirándome, extrañada. Tenía los ojos vidriosos y las mejillas húmedas, encarnadas.
-¡Hola Luna! -Exclamé esbozando una enorme sonrisa.
Apenas terminé de hablar, me apartó de un furioso empujón del que milagrosamente, Mía y Pía, me sostuvieron antes de perder mi escaso equilibrio. Desapareció en la oscuridad antes de que pudiera decir nada, antes incluso de que un golpe sordo me llamara desde el ascensor. Algo en el suelo, impedía que se cerrasen las puertas automáticas: Era el cuaderno que Luna siempre llevaba consigo.
El secreto de Luna
Cargando con mi desazón y su olvido, sin saber a dónde dirigirme, crucé la primera puerta que vi. Me cegó una súbita explosión de luz. Lo que faltaba, pensé, que me hubieran descubierto. Pero no era más que un detector de movimiento accionando las luces de una sala de espera. Me senté ensimismado, contemplando la portada del cuaderno.
Solo había una palabra, escrita en mayúsculas, con caligrafía dura, rectilínea y vehemente. Cada una de sus letras, aislada de las otras por el insalvable abismo de unos milímetros, permanecía ajena al resto. Inconscientes todas ellas de que formaban un todo, pese a que ninguna se enlazaba con la siguiente. Cada trazo rezumaba rabia. Rayado una y otra vez, hasta que de ellos la palabra nacía, casi por accidente. Cuán suspiro que resiste desvanecerse, cuán idea anhelando inmortalidad, había quedado grabada, hundida en la cartulina, dispuesta a sobrevivir a la tinta, a la sangre azul que llenaba sus trazos, sus venas y un día se evaporaría.
Memoria, era esa palabra.
Lo abrí. En la contra-portada, solo una frase, grande y clara:
“No tengas miedo Luna. No te acuerdas, pero tú has escrito todo esto. Sigue leyendo y deja de llorar.”
En la página contigua, se desplegaba un laberinto de letra minúscula.
Sucedía cada domingo, al anochecer. Todos los recuerdos que había creado durante los últimos siete días, desaparecían. Todas las personas y lugares, todo lo que había disfrutado o sufrido durante las últimas 168 horas, se esfumaba en la niebla del olvido. Era incapaz de generar nuevos recuerdos duraderos. Por eso siempre llevaba consigo ese cuaderno. Como una maqueta a pequeña escala del conocimiento humano, transmitido de generación en generación a través de la palabra, a través de la escritura. Solo que para Luna, cada semana era una nueva generación de ella misma, y debía aprender de nuevo aquello que había considerado relevante y por tanto había dejado escrito.
No vi llegar la claridad azul que se derramaba por la ventana. Tampoco la figura que había entrado en la habitación.
Un retahíla de murmullos atronadores, de gemidos sepultados por una respiración asfixiante… Era el llanto amordazándola.
Nunca había presenciado tan hondo dolor ni semejantes sollozos. Todavía hoy me cuesta explicar el pesar desconocido que me mordió las entrañas al ver a Luna, mi amiga sin miedo, en aquel lastimoso estado.
-¿Qué te pasa?
A pesar de no recordarme, a pesar de no recordar siquiera el hospital en el que estábamos, a pesar de la confusión que la desbordaba… A pesar de todo aquello y de mucho más, sin que yo supiera el motivo, había vuelto. Y desde aquel instante fui incapaz de pensar en otra cosa que no fuera en ayudarla.
-No llores…
Pero siguió llorando. Le tendí entonces su cuaderno y pareció calmarse ligeramente. Me miró.
-¿Quién eres? -El sonido que emanaba de cada una de sus palabras hacía temblar el reflejo de su vítrea mirada.
-Soy yo… Omar -Señalé estúpidamente el nombre escrito en mi pulsera médica.
Rompió a llorar de nuevo.
-¿Quién eres Omar? -Susurró, esta vez hundiendo la cabeza en mi pecho.
Por momentos, iba penetrando el calor de sus lágrimas, filtrándose a través del pijama, corroyendo mi piel hasta perforarme el corazón. Sentí el ardor de un sentimiento desconocido.
-¿Quién eres? -atinó a preguntar de nuevo, con un trémulo y etéreo hilo de voz.
Estaba desconcertado; no pude, no supe decir nada. Me estremecí. “Soy quien tiembla en ti”, pensé.
-¡Tienes que ayudarme! -Gritó súbitamente. -¡Debo encontrar a Dani antes de que lo haga él…
Yo no entendía nada. ¿Quién era Dani? Donde fuera que estuviera, Luna se había mostrado tranquila y despreocupada el día anterior, así que debía estar sano y salvo, y su paradero debía estar escrito en el cuaderno. Lo cogí de sus manos cansadas y empecé a pasar páginas y días.
-Es inútil… -se lamentó ella.
Cuando llegué al día anterior, tan solo quedaba la prueba del crimen; una tira de papel aferrándose a la espiral metálica de la libreta. Alguien había arrancado una página de la memoria de Luna.
La fuga
Hubiera bastado con levantarme, pero no pude hacerlo. Lo intenté con todas mis fuerzas pero una de mis escayolas se había quebrado, y Mía y Pía yacían ahora en el suelo, a mi lado, silenciosas y cobardes, exhaustas tras el estridente amotinamiento al que me habían sometido.
El día anterior nos acabamos colando en el Archivo del Hospital y descubrimos que Dani, el hermano pequeño de Luna, había sido trasladado a un centro de menores, en otra ciudad.
-¿Harías eso por mi? -Me había preguntado, entre papeles y archivos, al prometerle que la noche siguiente le conseguiría dinero para coger un Taxi y llegar hasta su hermano.
Y fue el eco de aquella pregunta suya en mi memoria lo que, durante todo el día, me había henchido de un extraño sentimiento de orgullo. No solo por haber logrado iluminar su rostro de nuevo, sino porque, aunque no se lo había dicho, pretendía fugarme con ella.
Sin embargo ahora, postrado en el suelo, todo mi valor parecía haber sido velado por la luz distante que emanaba una puerta lejana; alguien había oído mi caída. La frustración y la rabia por no poder levantarme me embargaban por momentos, al ritmo lento pero inexorable de unos pasos acercándose. Me encontró en el suelo una vieja enfermera que parecía más molesta que sorprendida.
-¿Se puede saber qué estás haciendo aquí?
De pronto me sentí tremendamente estúpido. Era una buena pregunta. ¿De veras había pensado que podría fugarme con Luna? ¡Si apenas podía caminar! Y ni siquiera me había explicado de quien debía proteger a Dani… ¿Cómo había podido ser tan idiota?
-Te he preguntado qué estás haciendo aquí, mocoso.
Hubiera bastado entonces con callar, con tragarme mi orgullo y tal vez una buena reprimenda, pero tampoco eso pude hacerlo. Y se armó una buena…
Seguía allí, postrado en el suelo bajo la mirada inquisitiva de una enfermera que no parecía saber demasiado bien qué hacer. Sentía mis propios latidos golpeándome el pecho, cuán aldaba que traquetea contra una puerta que no puede ser abierta.
-¡¿Qué coño haces aquí? -repitió la mujer por tercera vez, al tiempo que perdía su escasa delicadeza.
No ofrecí más respuesta que una mirada desbordada por la rabia y la impotencia. Mis latidos se aceleraron, retumbando en mi pecho con mayor intensidad; mi corazón se había transformado en un ariete tratando de tirar abajo la castigada puerta que le impedía huir: la realidad. Traté entonces de aferrarme a mi lealtad, a mi obstinación a mi promesa… Pero en lugar de eso estallé a llorar.
Empecé a vomitar palabras a diestro y siniestro y mi alboroto acabó reavivando los durmientes del hospital. Las frases que me rasgaban la garganta hasta salir por mi boca, calientes y amargas, debían sonar ininteligibles para todo aquél que no las hubiera vivido, pues no eran más que fragmentos inconexos de las últimas noches, retazos de sensaciones que iban a quedar enterradas… Aún así, cada vez atraían a más gente. Y pronto me vi rodeado de una multitud de curiosos e insomnes; de hombres y mujeres de bata blanca que se miraba entre sí hablando como si yo no estuviera allí. Una par de frases, no obstante, brotaron de mi boca, nítidas y locuaces:
“Luna me está esperando en el parking. Iba a escaparme con ella.”
Dos celadores se miraron durante unos instantes. Fue como un pistoletazo de salida antes de que se fueran. Fue también, lo último que dije antes de desmayarme.
Pero yo seguía, por lo menos en cierto modo, consciente. No me había dado cuenta de ello, pero me había ido escabullendo entre mis propias lágrimas y, de alguna manera que no sé explicar, existía evaporado por encima de todas aquellas cabezas. Flotaba atónito, contemplando a mi yo inconsciente y pusilánime mientras los dos celadores se alejaban de la multitud.
Los seguí, flotando, a varios metros de altura. Arrastraban sus sombras a paso ligero, y cada vez que pasaban bajo alguna de las tenues luces que alumbraban los pasillos, volvían estas mismas sombras a nacer, más oscuras que antes… Mucho más oscuras.
-¿Crees que la encontraremos? -Preguntó uno de los celadores.
El otro no contestó, pero el sonido de sus palabras hizo temblar las tinieblas que proyectaban bajo sus pies. En un instante sus sombras se desprendieron del suelo, de las paredes y de ellos mismos; en un instante se alzaron criaturas que rezumaban negrura y vacío. Formaron una maraña de oscuridad que siguió retorciéndose tras ellos, como un nido de un millar de sierpes surgiendo de un insondable abismo. Las víboras se dividieron y se unieron entre sí, centenares de veces en un segundo, hasta mutar en una docena de lúgubres tentáculos que engulleron todo a su paso. Devoraron a los celadores, devoraron el pasillo, devoraron la luz… Me devoraron .
Oí una voz en la nada; sonaba lejana y errante…
“¿Por qué?”
Cuando desperté, ella ya no estaba.
Si aquella noche hubiera habido alguien más en el Parking del hospital, quizás habría descubierto, agazapada tras el último soldado de un pírrico ejército de columnas de hormigón, a una muchacha de ojos azules con un dedo más corto que los demás.
Se habría sorprendido también, al ver a dos celadores de expresión agreste entrando en escena, dispersándose como lobos hambrientos acorralando a una presa; deteniéndose a veces, durante escasos segundos, tal vez para olisquear el miedo o para tragar la saliva que llenaba sus fauces… Tardaron poco en dar con ella.
Seguramente entonces, el hipotético observador se habría acongojado ante desigual persecución; al vislumbrar la desesperación en la mirada enrojecida de una niña que huía aferrando contra su pecho algo más que su corazón desbocado: un maltrecho cuaderno. Y pese al alivio que hubiera sentido cuando ella se escabulló bajo la barrera que a esas funestas horas impedía la entrada de cualquier testigo, pronto se esfumaría su consuelo, pues un inoportuno traspiés estando ya la niña en la calle, ¡casi libre!, provocó que se precipitara de bruces entre unos setos. Habría visto, en ese momento, como uno la prendía por el pelo, susurrándole algo al oído mientras el otro rebuscaba alrededor de donde había caido.
Quizás, solo quizás, nuestro invisible testigo se hubiera decidido a intervenir al presenciar como la volvían a entrar por la fuerza, a rastras primero y en volandas después, cuan marioneta que cobra vida solo para ser consciente de los hilos que la atan. Quién sabe, puede que incluso, al ver su rostro desencajado por una máscara de confusión, acaso la misma que visten quienes son traicionados sin tener culpa, les habría exigido a esas dos moles, con palabras o puñetazos, que la dejaran en paz.
Pero aquello no pudo suceder, pues nadie más había en aquel parking solitario. Y solo una frase, susurrada tan bajito que ni siquiera sus dos custodios pudieron oírla, salió de los labios de Luna: “¿Por qué?”.
Tras la tempesta
De la negrura que cubrió mis pesadillas, me rescató la primera voz, la de mi madre. Hablaba con alguien:
-¿Está bien mi hijo?
-No se preocupe, Omar está perfectamente -empezó a explicar un médico tan joven, impoluto y sonriente que más que un profesional de la salud parecía un adolescente disfrazado-. La radiografía -continuó, orgulloso de dar buenas noticias- ha revelado que los tornillos no se movieron del sitio. Tan solo se quebró una de sus escayolas y ya le hemos puesto una nueva… -Señaló destapando las sábanas todavía húmedas y manchadas con yeso.
Mi madre advirtió que estaba despierto. Para mi sorpresa, no parecía enfadada y me regaló una sonrisa que supo iluminar la habitación mucho mejor que la lánguida aurora que espiaba por la ventana.
-Se lo agradezco muchísimo, Doctor…
-Pero ha tenido suerte. Comprenderá que su comportamiento… -adquirió un tono reprobatorio, artificiosamente paternal. Como repitiendo la reprimenda que sus padres le habían dado la noche anterior por llegar tarde.
-Gracias Doctor -Lo interrumpió mi madre dando por zanjado el tema.
-Respecto a su solicitud -dudó el púber mientras se limpiaba afanosamente su estetoscopio con la solapa de su bata-… Comprenderá que debemos velar por proteger la privacidad de los pacientes, especialmente cuando se trata de menores.
-Necesito hablar con sus padres, solo eso.
-Verá, no es tan sencillo… -volvió a dudar el médico.
-En ese caso, me gustaría hablar con el Director.
El joven médico se agitó. Soltó su estetoscopio, se deshizo de su flamante sonrisa y, visiblemente incómodo, tragó saliva.
-Por supuesto, se lo comunicaré… -sentenció abandonando la habitación sin despedirse.
Durante alrededor de una hora, estuve contándole a mi madre todo lo sucedido durante los últimos días. Ella escuchaba pacientemente, sin interrumpirme, sin esgrimir ningún juicio ni condena. Tan solo cuando llegué al momento de mi caída, habló:
-Y entonces, la delataste…
-Disculpe señora -nos interrumpió un celador-. El Director la está esperando.
Cuando mi madre salió por la puerta empecé a oír el borboteo del agua en el exterior. Lágrimas sucias se deslizaban por el cristal de la ventana al son de truenos quejumbrosos y distantes. Cerré los ojos y me dejé arrastrar…
Aumentaron los llantos y los lamentos, y todo quedó inundado. Pero en un instante, cesó la tormenta y brotó la más honda calma; tal vez presagio de lo que ya había acontecido.
No sabría decir durante cuanto tiempo permanecí a la deriva en la corriente etérea de la tarde, pero llegó un momento en el que las aguas de mis pensamientos se hicieron turbias y densas, y empezaron a succionarme bajo la mancha estanca de la superficie. Temí acabar ahogado en la ciénaga de mi propio arrepentimiento… Traté entonces de aferrarme a cualquier cosa y, como por arte de magia, vislumbré un pequeño bote. Nadé con fuerza y logré llegar a él. “El delator”, se llamaba. En cuanto subí, no pude evitar recordar la espinosa frase que mi madre había dejado suspendida tras de sí:
“Y entonces, la delataste…”
Di vueltas alrededor de sus palabras, recorriendo aquella barca cuán naufrago enloquecido… Hasta que la sed, una sed húmeda y febril, pero no de agua, se adueñó de mí. No pensé que, por encima de todo, más allá del reproche salado y la decepción amarga que llenaba mis miedos, mi madre se alegraba de que yo estuviera bien y de que una niña enferma recibiera tratamiento.
Contemplé mi reflejo, cuan Narciso, en aquel mar extraño. Mi otro yo sonrió con tristeza, pálido y exhausto. Una pequeña vibración borró mi imagen justo antes de que un sonido gutural, como el de un desagüe que todo lo traga, volcara la embarcación. Naufragué de vuelta en la realidad.
-¿Cómo estás chaval?
Vestía ropa de calle, ya se había deshecho de su blanco uniforme pero aún así lo reconocí. Era uno de los celadores que había visto justo antes de desmayarme y estaba sentado al borde de mi cama. Delgado, rubicundo, sin bigote pero con una perilla rojiza, alargada como la de una cabra. Me contemplaba tras unos ojos grises, atravesados por decenas de venas encarnadas que infundían un frenesí delirante a todos sus gestos.
-Montaste una buena la madrugada pasada…
Bajo la nariz aguileña, le hendía el rostro una sonrisa larga y estrecha; postiza y taimada. Su compañero, una mole morena y calva, aguardaba en el umbral. De tanto en tanto, me miraba de reojo.
No tenía ganas de hablar con nadie, así que giré la cara pretendiendo volver a sumergirme más allá de las lágrimas de la ventana.
-Tu amiga -insistió el celador-… ¿No te habrá contado algún cuento raro?
Seguí haciéndole caso omiso pero, esta vez, me tomó del mentón con firmeza y giró mi cabeza para que le viera.
-Está muy enferma, ¿sabes? -torció su sonrisa en lo que pretendía ser una mueca de compasión-. La pobre no sabe ni lo que dice.
-¡Hola señora! -gritó el otro celador segundos antes de que mi madre entrara por la puerta.
-Tiene usted todo un aventurero -exclamó el de la perilla revolviéndome el pelo-. Ya nos vamos. Hemos acabado nuestro turno y ha sido una noche larga, pero regresaremos en unas horas -pronunció pausadamente mientras afilaba su sonrisa sin dejar de mirarme-. Si necesitan cualquier cosa, estaremos encantados en ayudarles.
-Toma… -me dijo mi madre en cuanto se hubieron ido.
-¿Qué es esto? -Pregunté señalando la bolsa que me acababa de dar.
-Un cuaderno nuevo. Creo que es un buen regalo… Era el que tenía más páginas de toda la librería.
-¿Qué?
-¿Cómo que qué? ¿No esperarás ir a ver a Luna con las manos vacías? Porque… Quieres ir a verla, ¿no?
-¡Claro!
-Pues cuando te den el alta, podrás ir. Pero yo que tú empezaría por escribirle quién eres y porqué vas a verla. Así, de paso, quizás yo también me entere de algo…
Muerte y resurrección
Las horas, los minutos y los segundos dejaron de medir el tiempo y fueron sustituidos por las acometidas de una bestia sudorosa que jadeaba encima de ella. Embestida tras embestida un sudor frío empezó a ahogarla. En un instante el monstruo exhaló un bramido prolongado y la liberó de sus fauces. Pero ella seguía atrapada. Oscuros fluidos corrompían su alma; ardían su interior deslizándose sinuosamente por sus entrañas. Pesados, ponzoñosos y afilados escarbaban vigorosos surcos por un terreno estéril donde no brotaba sino ira y pesar. Se levantó al fin y salió de la habitación arrastrando su propio despojo. Murmuró algo al grandullón moreno que la esperaba fuera.
Horas más tarde, la encontró Peter, el celador de la perilla:
-¿¡Ni siquiera sabes hacer esto, gilipollas!? -Gritó furioso mientras sacaba su cuerpo inerte de la bañera.
-Creí qué… -balbuceó Kadar, la mole morena-. Estaba llorando, dijo que solo quería bañarse.
-¡Solo tenías que vigilarla hasta medianoche! Primero fue el puto diario y ahora esto. ¿Te das cuenta de lo que has hecho? Como se muera la gallina de los huevos de oro… ¡Te juro que vas detrás!
Pero Luna sobrevivió.
La primera vez que fui a visitarla todavía llevaba las muñecas vendadas. Pretendía entregarle el diario que mi madre había comprado para ella pero al verla cambié de opinión. Y eso que durante los últimos días había no había hecho otra cosa que escribir en él intentando recomponer las escasas certezas que conocía sobre su pasado, detalles que le fueran útiles cuando su memoria amaneciera vacía. Me esperaba sonriente, pese a no reconocerme, en el jardín del edificio de psiquiatría:
-¡Hola! ¿Me llamo Luna y tú?
Permanecí mudo. De pronto se me ocurrió. Desconocía qué la había llevado a intentar acabar con su vida pero tal vez pudiera contarle o escribir algo en su diario para impedir que lo intentara de nuevo… Aunque fuera mentira.
-Nada… -respondí guardándolo en la mochila. -Me llamo Omar. ¿Quieres saber un secreto?
El sueño jamás soñado
No lo recuerdas pero nos conocimos en un sueño. Es cierto, no me mires con esa cara…
En aquel sueño yo vivía en una pequeña isla donde siempre era de noche. Un trozo de tierra rodeado por un mar que no era mar, sino una especie de cielo acuático ensalzado por un lecho de estrellas. Y sobre mi cabeza, donde debería haber estado el verdadero cielo, se cernía una bóveda extraña. Normalmente siempre estaba cubierta de nubes pero las noches claras un caleidoscopio celeste, translúcido, dejaba entrever sombras gigantescas. Sin embargo, como sucede a menudo en los sueños, aquello no me pareció nada extraño pues tuve la sensación de que toda mi vida había transcurrido allí.
Coronaba mi nación un faro inalcanzable que nacía del propio paisaje, como si siempre hubiera estado allí, surgido al mismo tiempo que la propia ínsula. Su ojo brillante recorría la playa con inusitada lentitud. Te señaló con uno de esos guiños. Yacías inconsciente en la orilla, con medio cuerpo fuera del agua. El vaivén nocturno de las olas mecía tu cola de sirena. Porque eras una sirena, aunque tampoco eso me sorprendó lo más mínimo. Lo que sí me impresionó fue el hueco en tu pecho. No se trataba de una herida abierta, sino de jirones de piel cimbreando una suerte de jaula que solo guardaba oscuridad.
-¿¡Y Dani!? -Exclamaste volviendo en ti mientras inspirabas atropelladamente, cuan pez arrojado a tierra.
-¿Quién?
-Nos persigue, acabará atrapándonos. Debo encontrar a Daniel…
Te levantaste mientras tu cola se dividía en dos gráciles piernas. Miraste a tu alrededor y el faro te iluminó de nuevo.
-¡Allí! -Señaló Luna la torre luminosa.
La silueta de un niño se perfilaba en lo alto del faro.
Una gélida brisa nocturna trajo un rumor a la playa. Era un murmullo primitivo, un retumbar lento que se adueñó de mis latidos, acelerándolos hasta estrellarlos contra la imagen de una masa de tinieblas que apareció por sorpresa, hendiendo el horizonte luminoso, devorando las estrellas acuáticas a su paso. Era un barco y se acercaba rápidamente. No sabría decir cómo, pero me encontré corriendo hacia el faro, detrás tuyo.
La pequeña silueta de Dani, superpuesta ante el foco luminoso, se agitó como la llama de una vela en medio de un vendaval. Súbitamente el faro se apagó dejando, apenas un instante, el eco de su imagen incrustado en la retina, cuan sombra que permanece en el ojo tras contemplar el sol.
Un pedazo de oscuridad se desprendió del navío. Era un bote y se dirigía hacia el faro con sorprendente velocidad. Iba a llegar antes que nosotros. Te detuviste en seco, consciente de ello.
Es curioso… -expliqué haciendo un breve inciso para tratar de descubrir la incredulidad en la mirada de Luna-. Los sueños -continué- suelen presentarse como fantasmas; etéreas y lejanas… ¿No te parece? Sin embargo, todavía siento un escalofrío al recordar la hoja afilada del grito que escapó de tu garganta. Sea como fuere, tu alarido dio resultado. Quien quiera que estuviera remando en el bote se detuvo y cambió de rumbo. Ahora se dirigía hacia nosotros.
Antes de que pudiéramos darnos cuenta lo tuvimos delante. Era una figura sin rostro; una sombra, quizás alguna vez persona, que emanaba tinieblas. Apretaste los puños y los dientes. Traté de interponerme entre ambos pero me atravesó como si no existiera. Su masa creció y se volvió viscosa perdiendo su escasa apariencia humana en cuanto te hubo engullido. La mancha de negrura y tentáculos se zambulló en el mar, perdiéndose en dirección a su navío.
El pequeño Dani llegó llorando, agitando los brazos mientras te llamaba.
-Llévame con ella -suplicó.
Lo miré confundido, sin saber qué hacer.
De repente, Dani empezó a desvanecerse.
Se miró asustado y confundido mientras seguía desapareciendo.
-La oscuridad -balbuceó Dani-… ¡Ayuda a Luna!
Las lágrimas brotaban de sus ojos. Me miró muy serio y todo él brilló con intensidad durante un instante.
-Dile a Luna que la esperaré. Que no escuche sus mentiras, que huya de las sombras…
Y fue con esta última palabra, cuando se apagó por completo. Pero antes de hacerlo, se desprendió una brizna luminoso de su último destello. La diminuta chispa se deslizó por el aire trazando trayectorias imposibles hasta prender de nuevo la lumbre del faro. Y por un momento, apenas un segundo, el fanal brilló en todas las direcciones, iluminando la isla con la intensidad cegadora de un millón de rayos.
Cuando abrí los ojos, todo parecía haber vuelto a la normalidad; el faro seguía girando con la lentitud y luminosidad habituales. De ti y de tu hermano, no quedaba sino el recuerdo. No obstante, había algo diferente en el ambiente. Tardé unos segundos en saber qué era. La propia noche había cambiado; se diría que no era tan oscura. Miré hacia arriba. Las nubes habían desaparecido y no quedaba rastro alguno de las formas titánicas que tantas veces había vislumbrado tras la bóveda celeste. Tan solo un objeto luminoso, desconocido para mí, reinaba en el firmamento.
Entonces, decidido como solo lo he estado en sueños, me dirigí hacia el bote que había dejado tras de sí tu raptor y empecé a remar febrilmente hacia el misterioso disco bruñido que velaba las sombras y mantenía a raya las tinieblas. No podía dejar de mirarlo. Se me pasó por la cabeza que tal vez fuera una cerradura tan extraña que no podía ser abierta por llave alguna, pues guardaba la noche, los sueños y las pesadillas.
Desperté en el hospital, era noche cerrada. Estaba confuso, casi sonámbulo, y seguí buscando la luna vagando por los pasillos, hasta que llegué a la azotea. En aquel momento no pude recordar el sueño pero aún así supe que te había encontrado, Luna.
Una sorpresa inesperada
Abrí la puerta sin llamar y entré bailando, saltando, dando vueltas rápidamente sobre mi mismo. La vi de reojo antes de empezar a marearme. No fue por las piruetas. Ella me observaba en silencio, tratando de esbozar una mirada felina. Estaba recostada sobre la cama, completamente desnuda.
Pero será mejor que no adelante acontecimientos. Permitidme retroceder algunos días…
Sé que no fue así, pero tengo la sensación de que lo primero que hice cuando me quitaron las escayolas fue echar a correr. A decir verdad, pasaron varias semanas antes de que pudiera correr de nuevo. En realidad, lo primero que hice fue caerme de bruces. Desde el suelo, en la que sería la primera de muchas caídas, me pareció oír la carcajada metálica y burlona de Pía, mi muleta izquierda, a la que distinguía de su gemela por brillar con mayor intensidad. Al ver mi reflejo distorsionado en sus curvas metálicas, tuve la ridícula certeza de que me estaba observando.
“¿Y tú pretendes abandonarnos?”, hubiera dicho la muleta si los objetos inanimados pudieran mostrarse mordaces, altivos, y, sobre todo, si pudieran hablar. Pero apreté los dientes con rabia y me levanté… Solo para volver a caerme de nuevo. Esta vez mi madre me ayudó a levantarme. Miré a Mía y Pía con hastío y volví a apoyarme en ellas.
Fueron pasando los días y, afortunadamente, tras unas cuantas sesiones de tediosa rehabilitación y demasiados besos al estoico suelo, logré dar unos cuantos pasos seguidos sin las atenciones de mis dos custodias. Estos primeros pasos, aunque lentos y vacilantes, me dieron la confianza necesaria para que, en apenas veinte días (¡esta vez sí!), pudiera echar a correr sin la ayuda de nada ni de nadie.
Salí del centro de rehabilitación dejando las muletas en el vestuario. No las olvidé, las abandoné.
Corrí rumbo al hospital donde estaba internada Luna. Crucé un campo que había cerca de las afueras, no porque fuera ningún atajo (más bien todo lo contrario), sino porque deseaba hacerlo, porque podía hacerlo… ¡Estaba tan contento!
El sentimiento de euforia que me había embargado desde que me quitaran las escayolas, impulsaba ahora cada uno de mis pasos. Seguí corriendo por un camino que serpenteaba junto a un río solo para darme el gusto de vencer en una carrera imaginaria a la mansa corriente. El viento, cuyo susurro siempre se me antojó un secreto ininteligible y en ocasiones funesto, espoleaba ahora los vítores de las hojas de los árboles, rendidos ante mis zancadas triunfales.
Los recuerdos de las últimas semanas se apelotonaban en mi memoria a la misma velocidad que mis pasos. Desde que le hube contado a Luna aquel rocambolesco cuento chino con la esperanza de que jamás volviera a rendirse, nos habíamos visto prácticamente todos los días.
La había ayudado a empezar a su diario, lo que para mi sorpresa fue del agrado de sus terapeutas. Y pese a ser una paciente menor de edad, demostraron tener el suficiente respeto por su privacidad para no inmiscuirse en el contenido de lo que escribía. Simplemente le recomendaban que fuera disciplinada y selectiva acerca de lo que valía la pena apuntar y que, al hacerlo, aprendiera a relativizar la importancia de todo lo que sucedía. Sea como fuere, el tratamiento parecía dar resultado. Incluso los lunes, cuando de mi recuerdo no quedaba más que algunas palabras guardadas celosamente en su cuaderno, sentía la ilusión de que, una parte de ella, no me había olvidado. Y es que en apenas unas horas reanudábamos nuestras charlas, nuestras bromas y discusiones en el mismo punto donde las habíamos dejado.
En cuanto a su familia, no osé preguntarle nada pues los propios médicos, muchos de los cuáles no tardaron en conocerme, me recomendaron que no ahondara en el trauma que le había provocado tan extraña pérdida de memoria. Aún así, le expliqué lo poco que mi madre le sonsacó al director del hospital tras nuestro fallido intento de fuga; que su padre permanecía en coma y que su hermano Dani seguía internado en un centro de menores.
Inmerso en esos pensamientos, me vi delante del hospital.
Estaba atardeciendo; había finalizado el horario de visitas pero, impulsivo como el niño que era y enamorado ya como el loco en el que me acabaría convirtiendo, ¿acaso iba a dejar que eso me detuviera?
Le había prometido a Luna que sería la primera persona que vería en cuanto me deshiciera de Mía y Pía, así que me escabullí saltando la puerta trasera del recinto. Pensé que era el mejor modo de evitar a las enfermeras de recepción y burlar el sinsentido que era para mí el inflexible horario de visitas.
No sabía demasiado bien por donde iba pero confiaba que mi entusiasmo acabaría revelándome el camino. Así llegué hasta un pasillo sin más final que una penumbra azulada. Me detuve junto a una vieja mesa de billar de tela raída y amarillenta, sin bolas ni tacos, quizás privilegio de empleados de otra época.
El trueno de un portazo cercano anunció una figura alta y desgarbada surgiendo de las sombras argentas. Pese a que era una tarde bastante calurosa, el tipo, pues se trataba a todas luces de un hombre, iba enfundado en un grueso gabán marrón con las solapas levantadas. Un sombrero de ala ancha terminaba por ocultar la mayor parte de su rostro. Temí que se tratase de algún trabajador del hospital y pusiera fin a mi visita prohibida, sin embargo pareció sorprenderse más que yo ante nuestro inesperado encuentro. Se detuvo unos instantes antes de apretar el paso y desaparecer cruzando por el otro lado de la mesa de billar sin mediar palabra. En desigual persecución, arribó tras él un sonido débil, casi inaudible. Lentamente, aquel murmullo que flotaba en el polvo del atardecer, quizás como lo sueños, creció hasta convertirse en un canto familiar pero ininteligible. Había en aquella tonada una emoción que iluminaba la oscuridad y mis deseos. No podía entender lo que decía, debía ser otro idioma, mas sentí que me llamaba. Nacía de una puerta apenas entreabierta, al final del pasillo sin salida. Allí no estaba su habitación, pero supe que era la voz de Luna.
No pensé en ello, simplemente improvisé mi entrada triunfal:
-¡Tachán!
Ella enmudeció al verme entrar, girando sobre mí mismo convertido en una noria caótica y acelerada, sin más impulso que el de alcanzar la luna.
En la primera de las vueltas vislumbré su piel pálida acariciada por el velo del atardecer; una súbita flaqueza envolvió mis piernas, que de repente sentí nuevas y extrañas. En la segunda vuelta mi mirada resbaló por sus curvas sutiles, recién esbozadas pero vertiginosas; el suelo empezó a huir, esquivo y burlón, mientras mis atropellados pasos parecían incapaces de darle alcance. Milagrosamente logré detenerme en la tercera vuelta, justo antes de ser absorbido por el torbellino, en aquel momento cegador, de su mirada de plata. Mantuve el equilibrio apoyándome sobre la puerta y, al hacerlo, la cerré de un portazo.
Luna se acercó, desnuda y ceremoniosa, situándome entre ella y la puerta. Clavó sus ojos en mis labios mientras apoyaba su pecho henchido de vida sobre el mío. Me maniató con aquella mirada suya que hablaba sin voz un idioma desconocido pero que ansiaba obedecer. Aún así, no parecía ella. Se movía con artificiosa lentitud, alejada del espontáneo entusiasmo con el que solía insuflar todos sus gestos. Vestía una máscara de confianza y vanidad, pero su respiración agitada y un cierto rubor en sus párpados delataban la angustia que había arrastrado durante una noche demasiado larga; no parecía haber dormido.
-¿Cuántos años tienes? –me preguntó sin reconocerme.
-¿Qué estás haciendo, Luna? -añadí tembloroso.
Titubeó unos instantes cuando pronuncié su nombre pero enseguida, como guiada por un apuntador invisible, recuperó el hilo de su actuación y deslizó una mano por debajo de mis pantalones.
-Para… -Mascullé mirándola a los ojos.
-Shhhhhht…
Bebí del aliento que mecía su susurro y se pegó a mí con más fuerza
-¿Cómo te llamas?
No sabía qué hacer, no sabía qué decir, ni siquiera entendía lo que estaba sintiendo. Luna me miró a los ojos y vaciló un instante. Lo suficiente para dejar de sostenerme la mirada y liberarme de aquella atracción irresistible que emanaba de todo su ser. Aproveché para zafarme de su abrazo.
-¡Soy yo, Omar! -La espeté empujándola sobre la cama.
Me observaba, sin entender, estupefacta.
-Tú no eres Omar -musitó- ¿Dónde están Mía y Pía?
-¡Ya no las necesito! -vociferé.
Titubeó ante mi respuesta y se cubrió con las sábanas mientras yo me arrodillaba en el suelo y empezaba a buscar bajo el colchón. Conocía sus rutinas y necesitaba comprender por qué se estaba comportando de aquel modo. No tardé en encontrar su diario.
-¡¿Qué haces?! -gritó furibunda.
-Esta no eres tú… Déjame leer qué has escrito –respondí sin atreverme a mirarla.
-¡Devuélveme eso!
Hice caso omiso de su exigencia pero apenas hube abierto el cuaderno, se arrojó sobre mí como una fiera. Casi sin darme cuenta me encontré forcejeando con ella al mismo tiempo que intentaba leer las últimas páginas de su misteriosa vida. No pude hacerlo; el trueno de su palmada me cruzó la cara. Le devolví su diario con ojos vidriosos. Pese al bermellón que ruborizaba mi mejilla, no era aquél el ardor que más dolía sino el que incendiaba mi orgullo.
-¡Quédate con tus recuerdos de papel! –mascullé apretando los puños.
Abrí la puerta decidido a largarme de allí cuanto antes; no quería saber nada más de Luna, pero ya en el umbral, me topé con una silueta espigada. Era Peter, el celador que conocía.
Su sorpresa era evidente. Torció la cabeza en una mueca que recordaba a los movimientos rápidos y precisos de algunos insectos. Antes de que pudiera reaccionar, explotó en una carcajada estentórea:
-¡JAJAJA! Pero mira quien está aquí… Ya no eres un tullido. ¿Quieres convertirte en un hombre?
R.I.P.
Hay muertos que todavía hacen ruido después de muertos y Peter, era uno de ellos.
Jamás hubiera imaginado que el más allá, en realidad fuera eso. Que tras almibaradas expresiones del tipo “siempre vivirá en nuestros corazones” pudiera esconderse el tormento irredimible de la culpa. Y eso que hacía ya tiempo que estaba pudriéndose bajo tierra pero me atormentaba entonces como no lo había hecho en vida.
Durante meses, no me lo pude sacar de la cabeza. Me obsesionaba, pasaba horas imaginándomelo en su ataúd; de lo que había sido su cuerpo fibroso, no quedaban ya más que unos jirones de carne aferrados a los huesos, tan secos y podridos que ni los gusanos osaban devorarlos. Y de las cuencas de sus sus ojos, en vida taimados pero siempre vivaces, brotaba ahora el mismo vacío insondable que albergó, cuando todavía latía, su negro corazón. Lo peor, sin embargo, sucedía de noche. Me consumía una y otra vez el mismo sueño: En cuanto alguien mencionaba a Peter, en cuanto alguien recordaba su muerte o si quiera pensaba en él, su calavérica carcajada retumbaba desde el interior raído de su ataúd hasta marillear mi maltrecha cabeza. Despertaba entonces bañado en sudor, temblando con tal frenesí que era incapaz de controlar el castañeteo de mis dientes.
Tal vez por eso sentía que, a pesar de que Peter hubiera muerto, una parte de él no se había ido. Seguía aquí, aferrado a mis pensamientos, y sentía que debía pedirle perdón; explicarle que fue una accidente, que no había sido mi intención empujarlo contra el canto vivo de una esquina de la mesita de noche. Que, a pesar de lo que le hubiera hecho a Luna, no merecía morir.
Pero toda aquella compasión, toda aquella culpa, se transformó en rabia la primera vez que visité su tumba. Su epitafio me arrancó un escupitajo rabioso…
Peter Mask
1965-1992
No saciará su rocío a ave perdida,
ni descansará en su sombra el viajero;
Yace aquí sueño del árbol de vida.
Mas si guardas su memoria en tu pecho
y recoges eco de su bravía
permanecerá su féretro hueco.
En el barco – II
Desperté pálido y frío, como el muerto que abre los ojos cuando deja escapar el alma. En el cielo, la luna me contemplaba con la compasión cómplice de un espíritu errante. Flotaba etérea, casi invisible ya, mas extrañamente cercana. ¿Acaso había muerto? ¿Me había precipitado, quizás, en el oscuro océano? No. Sentí la caricia de otra luna… ¡Después de tantos años! Una luna de mano delgada y dedo inconcluso.
La bocina del barco anunciando su entrada en el puerto corroboró mi supervivencia al tiempo que espantaba las últimas gasas de mi ensoñación. Lentamente fui volviendo en mí. La miré con ojos nuevos y antiguos a la vez. Su sonrisa, la misma que descubrí tantos años atrás, iluminó mi regreso a la conciencia y, por unos instante, nada más importó. Era Luna.
-Eres tú… -murmuré confundido- ¿Qué me ha pasado?
-Mi caro amigo, te desmayaste. Logré sostenerte antes de que cayeras -añadió sin dejar claro si se refería a caerme en cubierta o precipitarme en el mar- ¿Te encuentras mejor?
Habían pasado más de veinte años pero, a pesar de sus ademanes afectados, no me costaba reconocer a aquella niña risueña convertida hora en mujer. Asentí y quedé embobado, mirándola. La brisa animó algunos rizos que ondeaban en su sien, jugueteando, tal vez, con ideas condenadas a morir prematuramente.
Sin embargo, apenas entrelazamos nuestras miradas, nos interrumpió una mujer en silla de ruedas:
-¡Aquí estás, Luna! -exclamó la inoportuna visitante- ¿Se puede saber donde te habías metido?
Se calló súbitamente al percatarse de la escena. Ambos sentados en un banco; yo pálido, apenas consciente y ella, pese a todo, sin dejar de sonreír.
-Disculpe… -me preguntó la mujer- ¿Conoce a Luna?
-Somos viejos amigos… -respondí.
La mujer me miró de soslayo, arqueando levemente una ceja con atisbo de desconfianza.
-Si no es indiscreción… ¿le importaría decirme cuánto hace que se conocen?
-No seas tan desconfiada, Mia. Es cierto; somos viejos amigos. Omar, te presento a Mia… -dudó unos instantes- mi doctora.
La historia de Mía y Pía
Dos años antes.
«Una no sabe lo frío que está el suelo, hasta que se ve obligada a arrastrarse con el cuerpo mojado y desnudo sobre él», pensó Mía.
Ya llevaba bastante tiempo postrada en aquella silla de ruedas pero estaba convencida de que el engendro mecánico jamás se dejaría domar. Se había vuelto a caer mientras trataba de subir a su diabólica montura; esta vez había sucedido haciendo algo tan nimio como salir de la bañera. Tras una encarnizada lucha por dirimir quién dominaba a quién, ambos, jinete y rocín, yacían en el suelo. Estaba exhausta, se sentía derrotada por aquel artilugio. Incapaz de levantarlo y subirse a él, se arrastró hasta su habitación. Cuando por fin llegó a la cama, contempló el reflejo que le lanzaba el espejo desde el otro lado de la estancia y se enfrentó a la mirada cansada pero desafiante de una chica de veintidós años.
Sabía que no era fea. Cuando no ocultaba sus grandes y expresivos ojos marrones tras el velo azabache de sus cabellos, podía vislumbrarse un destello infantil, casi pícaro, en su mirada. De su boca florecían unos labios henchidos de triste lozanía. Su piel blanca y suave cubría un cuerpo que pese a haber engordado en los últimos tiempos (desde que dio sus últimos pasos), se mantenía bien proporcionado. Todo era de su agrado salvo sus piernas; alargadas y huesudas, las sentía patéticas, apenas una triste mortaja para sus músculos muertos.
Se metió desnuda bajo las sábanas y esperó, con resignación, a que llegara alguna de sus compañeras de piso y le hiciera el favor de levantar y devolverle su montura metálica. No pudo evitar que una diminuta lágrima escapara por la suave curva de su mejilla hasta precipitarse en las sábanas. El resto de su llanto, lo contuvo aplastando la almohada sobre su rostro.
Con aquella lágrima escapó una idea. En realidad ni siquiera era una idea, apenas la semilla de un pensamiento que consiguió escabullirse antes de que Mía aplastara el resto de su sollozo. Rodó la lágrima hasta quedar enterrada en el nido de plumas de la almohada. Y, sin darse cuenta, cada noche la muchacha fue regándola con anhelos, temores y sueños.
Fue bajo una luna llena cuando la semilla se abrió, brotando de ella una criatura extraordinaria; una diminuta mariposa cuyo corazón parecía responder a los latidos del corazón de Mía. Fueron, sin embargo, sus suspiros, lentos y profundos, los que impulsaron sus alas hacia el lugar del que había huido, arrastrada por el irresistible impulso de acabar con la tiranía de la tristeza.
Una vez dentro, no pudo evitar sorprenderse, como nos sucede a todos en realidad, al volver a los lugares donde creció cuando apenas era nada y podía ser todo. Pero fue al toparse de nuevo con los habitantes del que otrora fuera su hogar, cuando la sorpresa se convirtió en infortunio. ¿Así hubiera crecido ella de no haber huido?
Estaban, por ejemplo, sus hermanas: otras ideas. En su mayoría chiquillas escuálidas y cabizbajas, envueltas en unas vestiduras tan acartonadas que apenas podían moverse, pues eran los oscuros ropajes del miedo. O las emociones, casi todas ellas unas plañideras insufribles, viudas irracionales de amores que nunca tuvieron. Pero quienes más la sacaban de quicio, eran los recuerdos; aquellos viejecitos de sonrisa lánguida que se empecinaban en contarle sus batallitas, referidas siempre, con nostalgia lapidaria, a antiguos sucesos de cuando la pequeña Mía todavía podía andar. Fue precisamente por un incidente con uno de los recuerdos que esta mariposa tan especial terminó presa en una celda del olvido.
El temporal, súbitamente desatado desde los rincones más oscuros de Mía, esgrimía una violencia insoportable para la pequeña mariposa, sumida ya en el más mísero desamparo. No podría resistir durante mucho más el ímpetu de aquellos vientos huracanados que la zarandeaban de un lado a otro, golpeándola contra objetos que ni siquiera llegaba a ver. Mal volaba soportando los espasmos provocados por el azote de gélidos guijarros de lluvia. Embestida tras embestida, la tempestad amenazaba con arrancarle de cuajo sus diminutas alas. A punto estaba ya de desfallecer.
-¡Niña mariposa! -Gritó a lo lejos una figura desgarbada- ¡Ven, pequeña, ven!
Era un viejo vestido con una larga camisola blanca. Su pelo, gris y gaseoso, parecía flotar en medio de la tempestad, cuan si estuviera sumergido en las profundidades del mar. Sin embargo, lo que llamó sobremanera la atención de la pequeña criatura, fue el ancla que llevaba atada muy en corto al tobillo. Emanaba un fulgor plateado, un faro en medio de las tinieblas que impedía, pensó la mariposa, que saliera volando.
La mariposa concentró sus últimas energías y voló hacia el anciano. Luchaba con todas sus fuerzas contra las furiosas rachas de viento que azotaban sus alas. Un rayo estalló tras ella, tan cercano que iluminó al trueno que lo seguía. Casi nadaba contra la corriente oblicua arrojada desde los tenebrosos confines de Mía. Pero, de algún modo, logró alcanzar al anciano.
-¡Métete aquí, mariposa! -exclamó éste mientras formaba un cuenco con sus palmas arrugadas.
No tuvo tiempo de dudar siquiera. Mojada y trémula, se cobijó en el hueco de sus manos.
Seguía lloviendo cuando abrió los ojos, pero ya no estaba acurrucada en las manos del estrambótico anciano. Saltó de la cama esperando un revoloteo ya imposible. Trastabilló en el frío suelo y, atónita, contempló los brazos y las piernas que habían brotado de su propio cuerpo. No era ya una diminuta mariposa. Miró a su alrededor vislumbrando una lúgubre alcoba. Solo la tenue claridad de una ventana gris, rompía la penumbra. La lejana tormenta se había convertido en un vago murmullo; un secreto susurrado en un idioma perdido. Se acercó al cristal y contempló el reflejo de un rostro familiar atravesado por lágrimas de lluvia. Estaba dentro de Mía, pero en una lejana Mía de once años de edad. Miró hacia abajo y movió ágilmente los dedos de sus pies. En ese momento se tranquilizó.
Una voz ronca la sacó de su ensimismamiento:
– ¡Mía! -venía de la planta baja- ¿Todavía estás durmiendo?
Bajó al comedor en camisón y se topó con un anciano que cortaba pan y queso junto a una vieja estufa de leña. Éste, esbozó una sonrisa en cuanto la vio. Mía los reconoció al instante. A ambos, pues a pesar de que solo había uno, de algún modo, eran dos personas a la vez.
Había dejado su camisola blanca para vestir un jersey de lana y un pantalón de pana, algo poco práctico, pensó la niña, dado el día lluvioso con el que habían amanecido. Sus cabellos, tampoco raleaban ya, largos y etéreos, sino cortos y espesos. Y del ancla que arrastraba, no quedaba rastro alguno. Tenía, no obstante, el mismo aspecto que Julián, un tío abuelo que Mía había visitado a menudo cuando veraneaba en el pueblo donde nació su madre. El mismo aspecto, salvo por la expresión turbia de su mirada.
-Hace mal tiempo… Quédate hoy con tu tía Gata y ayúdala en la casa.
El viejo le guiñó un ojo, como si quisiera dar inicio a una farsa de la que intentaba hacerla cómplice. Y antes de que pudiera abrir la boca y preguntarle qué estaba pasando, Julián se levantó, tomó su cayado y salió de casa.
La tía Gata
Pocos recordaban ya su verdadero nombre, pues desde siempre, la habían llamado Gata. Y no era tan solo por sus ademanes, que infundían a todos sus gestos la agilidad de una ráfaga de viento. Ni siquiera por sus enormes ojos, de un verdor esmeralda casi imposible, centelleantes cuan hechizo tras la negrura de su flequillo. El verdadero motivo había que hallarlo en la curiosidad aguda que siempre rebosó su espíritu.
Siendo una niña, ágil y menuda como era, cometió todas las imprudencias que puede cometer una mocosa. No retrocedió ni escarmentó nunca, tampoco se arrepintió de los labios partidos o de las cejas abiertas con las que a menudo obsequió a su maltrecha madre, una viuda precoz, enfermiza y gris, carente de interés alguno, siquiera el de regañar a su indómita hija.
Hubo quien confundió este irresistible sentimiento con meras travesuras propias de una niña demasiado inquieta; chiquilladas, en definitiva, que terminarían por abandonar su ánimo conforme fueran pasando los años. Pero cuanto más crecía, mayores eran sus ansias de saber, tocar y conocer. Y, en pocos años, nadie albergó ninguna duda de que, más pronto que tarde, acabaría abandonando la aldea para conocer un mundo que, tal vez y solo tal vez, pudiera llegar a saciar una curiosidad cada vez más impaciente.
Por eso nadie entendió que se casara a tan temprana edad con Julián, un solitario pastor que, además, le sacaba casi 30 años. Ella misma se perdía a veces, lánguida y somnolienta, en las brumas de la memoria, recordando el día en que lo conoció.
Gata no tendría por aquél entonces más de 10 años y, sin otro ánimo que el de demostrarse a sí misma que podía hacerlo, se subió al campanario de la iglesia para dar una inesperada campanada.
Jamás se hubiera imaginado que la campana que iba a hacer sonar, tardase tanto en callar.
Julián no daba crédito a sus ojos. Estaba entrando en la plaza cuando vislumbró una diminuta silueta aferrada a la torre de la iglesia. Azuzado por un súbito sentimiento de urgencia, corrió hacia el edificio.
Maldita mocosa, no podía ser otra, renegó para sus adentros al distinguir a la hija de la viuda. Apretó el paso y, encontrándose ya a poco más de una decena de metros, le espetó:
-¡Baja de ahí, chiquilla…! ¡Te vas a descalabrar!
Pero Gata, concentrada como estaba en escalar el campanario antes de que alguien la viera, no parecía oírle. Sí oyó, sin embargo, el chasquido metálico de las agujas del reloj llegando con puntualidad impía a la hora en punto. Durante un instante, fue consciente de lo que estaba a punto de suceder.
¡DONG!
La primera campanada retumbó en todo su cuerpo, más, si cabe, que en sus oídos. Nerviosa, miró hacia abajo y una descarga de pánico petrificó sus extremidades. De pronto se sintió paralizada, tan rígida que tuvo el extraño convencimiento de que iba a convertirse en una de aquellas gárgolas que custodian, precisamente, algunas iglesias.
¡DONG!
Aunque ya la estuviera esperando, no pudo evitar sobresaltarse con la segunda campanada. Esta vez, resbaló. Aún así, todavía se mantuvo colgando de una sola mano.
¡DONG!
La tercera campanada la precipitó definitivamente al vacío. Todavía en el aire dudaba sobre si aquella caída le haría daño.
Julián la atrapó, literalmente, al vuelo. Logró cogerla en sus brazos justo antes de que la definitiva y cuarta campanada ahogara el grito de dolor que liberó el pastor al romperse un hombro. Gata, por su parte, escupió una bocanada de sangre sobre el joven otoño. Se había mordido la lengua y, desde aquel entonces, siempre exhibiría un leve siseo al hablar.
-Eres una gata con lengua de serpiente, le susurraría Julián cuando, años más tarde, sintiera su lengua cálida, húmeda y bífida en la boca.
Desde aquel día, Gata siempre fue tras él. Se saltaba la escuela día sí, día también y, a menudo, la sorprendían porfiando barrabasadas tales como llenar de astillas la cerradura del colegio para que la maestra no pudiera impartir clase. Mas no le importaban los castigos por semejantes ocurrencias; los soportaba con estoica impaciencia, deseando que acabaran cuanto antes para poder ir al encuentro de su pastor. Y pese a los vericuetos por los que éste solía deambular, siempre daba con él.
Al principio, se limitaba a observarlo, escondida a cierta distancia, y cuando Julián la descubría, la espantaba como hubiera hecho con un perro callejero o, como era el caso, con una gata curiosa. Terminó, no obstante, resignándose a su compañía.
Si Julián le hablaba, cosa que no sucedía con demasiada frecuencia, Gata lo escuchaba con todo su cuerpo. Estudiaba, también, cada uno de sus gestos para imitarlos después, e incluso aprendió los nombres de las ovejas que pastoreaba, pues tenía la extraña costumbre de servirse de ellas como audiencia de disparatados discursos.
Aquella veneración desmedida, primero irritó al hombre. Temía que la chiquilla lo viera como al padre que nunca había conocido. Pero más tarde lo sumió en una extraña melancolía. Hosco y huraño como siempre había sido, sintió por primera vez la gélida mordida de la soledad. Después de todo, aquella era la única pasión que había desatado en su vida. Así, transcurrieron algo más de tres años.
En una ocasión, Gata estaba subida a una valla, inmersa en una de sus peroratas..
-¿Quién querrá portar las alianzas de nuestra boda? -gritó silbando suavemente cada ese que pronunciaba.
-Beeeeeee… -baló una de las voluntarias.
-¡Lo sabía, Blanquita? -Gata la alumbró con una sonrisa.
-¿De dónde sacas esas ideas, mozuela? -la interrumpió Julián contemplándola con extrañeza- Más te valdría ayudar a tu madre, que la vas a matar a disgustos.
Siguió mirándola y, a pesar de todo el tiempo que hacía ya que la conocía, no la descubrió hasta aquel día.
Años más tarde, Gata se preguntaría que hubiera sucedido si aquel día no hubiera estallado la tormenta.
Tal vez, pensaba, si por una sola vez el rayo no hubiera tenido la desfachatez de exhibirse ante el lánguido ocaso, o si el trueno hubiera mostrado la compasión de no abrir la boca. O quizás si la lluvia, por una sola vez, una sola, no hubiera mojado…
Mas quiso el rayo presumir hasta alzar sus cabezas, el trueno gritar hasta levantarlos por las orejas y la lluvia empapar hasta aventar sus vergüenzas.
Gata y Julián corrieron colina arriba, mientras las lenguas arrojadas desde el cielo despojaban a la muchacha de cualquier atisbo de niñez. Cuando lograron refugiarse entre las ruinas de un monasterio abandonado, él la contempló asombrado; ya no vestía más que pecado.
De aquella noche, ella siempre recordaría su cuerpo crepitando con el fuego de una hoguera afanosamente prendida; los gestos delicados de unas manos grandes y callosas quitándole su vestido estampado; el olor a vino y cenizas; el sudor y la sangre; sus ganas de huir y de quedarse, de llorar y de gemir. La picazón de no entender, de no saber, pero de sentir.
Amaneció, y no quedó del repicar húmedo y desenfrenado de la noche anterior, más que algún goteo exiguo y rezagado, precipitándose desde la roca cansada hasta la tierra saciada.
La muchacha y el hombre se desperezaron serpenteantes ante la mirada atónita del párroco del pueblo, que tenía la mala costumbre de buscar serenidad dando largos paseos matutinos por aquellos lares. El pastor lo observó somnoliento durante unos segundos, antes de levantarse de un salto y huir colina abajo, sin más vestido que un áspero tapabocas.
Y apenas un mes más tarde, ya se habían sucedido un funeral y una boda.
No sucedió de repente. Todavía permaneció cegada por la mortaja de su matrimonio casi diez años. Un matrimonio precipitado y caprichoso con un pastor que, aún sin proponérselo, había terminado condenando sus sueños.
Atrás quedó la muerte de una madre que nunca la quiso demasiado; una luna de miel, breve y frugal como su propia boda, como su propia juventud; y el descubrimiento de los placeres de la carne con un hombre que le triplicaba la edad y para quien el sexo pronto pasó de ser un insólito placer a un fugaz trámite con el que se desahogaba una vez al mes.
Cuando se casó, acababa de cumplir catorce años, pero nadie en el pueblo osó oponerse al enlace. Después de todo, tras la muerte de su progenitora, no le quedó a la niña más familia en el mundo, y fueron muchos los que se alegraron de que, por lo menos Julián, a quien hacían culpable del disgusto que se había llevado a la tumba a una mujer que, por otra parte, nunca pareció haber estado demasiado viva, se hiciera cargo de la chiquilla. Era la forma que veía ese ente estúpido e informe que muchos llaman opinión pública, de que el hombre reparara su daño.
Fueron pasando los años y Gata se sentía cada vez más hundida en la tumba de su rutina. ¿Qué le quedaba a la niña convertida ya en mujer? Un puñado de recuerdos que, si alguna vez fueron felices, ya no eran más que el recordatorio indeleble de su error. De la noche a la mañana, había pasado de ser una indómita mozuela a una señorona gris, ama de casa en un pueblo cada vez más pequeño y solitario. Condenada a realizar los mismos tediosos quehaceres cada día, una y otra vez. ¿Qué fue de sus sueños? Durante algún tiempo, todavía los conservó. Cada noche cerraba los ojos apretándolos con fuerza, con la vana esperanza de huir de los ronquidos de aquel hombre que ya no conocía, de encontrar a alguien, al otro lado de la oscuridad, que pudiera salvarla. Pero pronto se convirtieron en un cruel atisbo de una vida que jamás sería la suya. Y, poco a poco, sin darse cuenta, dejó incluso de soñar.
El escaso pasado de Julián se amontonaba en la buhardilla, sucio y olvidado. Gata lo había descubierto un día gris, como tantos otros, mientras intentaba ordenar aquella leonera que hacía las veces de trastero.
La vio enseguida, como si fuera lo único iluminado en aquella caótica estancia. Era una vieja fotografía de un niño risueño y de aspecto vivaracho, el día de su primera comunión. No reconoció, sin embargo, la pícara media sonrisa que exhibía. Nada quedaba ya de aquella personita en el hombre adusto y cumplidor, hasta el odio, que dormía cada noche en su cama. De repente, arrojó con rabia el retrato y el vidrio estalló a sus pies en una docena de puñales desiguales. Durante unos instantes, Gata se quedó absorta, contemplando el caleidoscopio de colores que formaba la luz de la tarde con los cristales rotos. Agarró el trozo de cristal más alargado y punzante.
Siguió con la mirada las primeras gotas de sangre, tímidas y calientes, mientras escapaban de su mano desnuda. Sentía un dolor agudo que, no obstante, la reconfortaba. Apretó el puño con más fuerza y las gotas aceleraron su suntuoso desfile, uniéndose unas con otras hasta formar un hilillo rojo y oscuro que huía entre las grietas del destartalado suelo.
«¿A dónde iría a parar esa sangre?», pensó la muchacha.
Por primera vez en muchos años, volvió a sentir aquel prurito de curiosidad que creía ya olvidado, pero tan bien había conocido siendo una niña.
«Tal vez», siguió cavilando con la mirada clavada en el diminuto pero incesante riachuelo que emanaba de su cuerpo, «si no lo detengo y dejo que corra, conseguiré escapar con él».
En la boca de Julián se derramó la sangre de Gata. No fue más que una gota diminuta, la primera de aquellas que sobrevivirían a la travesía de cemento, vigas y tablones que separaban la buhardilla de la primera planta. Se estrelló contra su lengua, apenas cálida ya, pero sirvió para despertarlo de la siesta a la que acababa de rendirse. Escupió sangre y reniegos mientras miraba hacia arriba, desorientado. Otro puñado de gotas ensuciaron su mejilla. Se restregó la cara esquivando el hilo de sangre que caía ahora sobre el sofá de escay. Un súbito sudor frío se adueño de él y corrió escaleras arriba.
Encontró a Gata contemplando con extrañeza su propio puño ensangrentado. Asía con fuerza una daga de cristal que pareció surtir un extraño hechizo sobre el petrificado pastor.
-¡Gata! -Vociferó rompiendo su encantamiento.
La muchacha alzó la mirada al tiempo que esbozaba una sutilísima sonrisa.
Aquel hombre, adusto y curtido sintió que por primera vez en su vida le flaqueaban las piernas. Gata seguía mirándolo con aquella extraña sonrisa que se hacía más triste y amplia cuanta más sangre escapaba de su cuerpo. Súbitamente Julián se abalanzó hacia a ella y la agarró con fuerza de la muñeca, obligándola a soltar el cristal carmesí. Acto seguido, le dio un bofetón que la hubiera tirado al suelo sino fuera porque la sostenía firmemente por los hombros.
-¿Qué has hecho? ¡Estás loca! -le gritó zarandeándola con furia.
Pero Gata no parecía estar ya dentro de su cuerpo. Se limitó a mirarlo como un títere sin vida, incapaz de entender a qué se refería el extraño que dormía cada noche a su lado. Éste, arrepentido por haberle pegado, la sentó en una vieja silla, se sacó su viejo pañuelo del bolsillo y, tan bien como pudo, le vendó la mano.
-¿Se puede saber qué son estas majaderías, niña? -Le preguntó Julián juntando su frente con la de ella, como si, de algún modo, así pudiera descifrar qué estaba pasando en su cabeza. Lo único que percibió, sin embargo, fue un ardor palpitante en su piel y una pesadez asfixiante en su aliento. La tenía tan cerca que apenas podía verla.
Tras unos segundos inmóviles, la cogió en volandas con inusitada delicadeza y la bajó hasta su habitación.
-¿Te encuentras mal? ¿Qué quieres? Dime qué quieres, niña loca, y será tuyo… Te lo juro por mis muertos -le susurró mientras la tumbaba en la cama.
Deshizo la cama e hizo ademán de desnudarla pero apenas le puso la mano encima, ella estalló:
-¡Solo vivir no es suficiente!
-¿¡Qué quieres entonces!? -imploró Julián sujetándola por los hombros.
Pero Gata había vuelto ya a sumirse en su lánguida desdicha. El hombre siguió haciéndole preguntas, tratando de hallar una justificación para su extraño comportamiento, una razón de ser para aquella pena que él era incapaz de comprender… Era inútil. Gata le daba la espalda, mirando hacia la ventana, aunque en realidad ya había dejado de estar allí.
Julián abandonó la alcoba antes de poder oír un murmullo, casi inaudible:
-Quiero irme con ese niño que murió olvidado en el desván…
Aquella tarde, el pastor hizo dos llamadas telefónicas: la primera al médico del pueblo; la segunda a una mujer llamada Ana.
De aquellos días difusos, Gata no recordaría sino un vaivén intermitente de personas conocidas y desconocidas arremolinándose alrededor de su lecho, tratando de rescatarla tras el naufragio de su propia conciencia. Vio a Don Carlos, el solemne médico del pueblo, tomándole el pulso y la temperatura, vestido con su sempiterna levita negra, más propia de un enterrador que de un galeno; vislumbró también a Julián, sentado en una silla con las manos en cabeza y la mirada clavada en el suelo. No reconoció, sin embargo, a la mujer de mirada dulce que le sonreía mientras secaba el sudor de su frente, ni tampoco a la niña de ojos vivaces que se asomaba tras de ella.
Despertó sin saber cuanto tiempo había dormido. Estaba sola. Abrió los postigos y miró por la ventana. El mismo paisaje de siempre, salvo por una bicicleta apoyada en la pared de enfrente.
-Ah, ya estás despierta… ¿Cómo te encuentras?- preguntó la desconocida que entraba en ese momento portando una bandeja de desayuno.
-¿Quién eres tú?
-Soy Clara, hermana de Julián… -Gata dudó unos instantes.
-¿La hermana de Julián?
-Hermanastra, en realidad… Ya veo que nunca te ha hablado de mí. En realidad no puedo culparle; no estamos demasiado unidos…
-¿Dónde está Julián?
-Tuvo que irse… Tenía que devolver un rebaño a Lucero del Campo. Me ha dicho que no podía ausentarse durante más tiempo, por eso me llamó -hizo una pausa, como si ella misma se sorprendiera de sus propias palabras-, para que hubiera alguien contigo, mientras te recuperabas.
-¿Cuánto tiempo he dormido?
-Tres días, creo. Mía y yo llegamos anteayer. El doctor dijo que sufrías una crisis nerviosa. Has tenido mucha fiebre y necesitabas descansar…
-¿Quién es Mia? -Preguntó Gata por enésima vez.
-Es mi hija. Está jugando fuera. Estoy segura de que os vais a llevar muy bien…
Parte 47.
Descubrió esa intimidad cuando ya se había resignado a creer que todas las posibilidades de la imaginación y de los sueños se hubiesen agotado.
Pero cuando empezó todo, ¿acaso no estuviera soñando? Aquel inesperado y suave cosquilleo en el cuello, una caricia sinuosa erizándole la piel, despertó en ella sensaciones tan vívidas que la convencieron de lo contrario. Boca abajo, tumbada sobre la hierba, Gata abrió los ojos y contuvo la respiración durante un instante. No osaba moverse. La mano tibia se detuvo también, enredada ahora en su pelo, consciente quizás de que ya no durmiera, mas no tardó en reanudar su cadencioso deambular.
Gata permaneció en esa postura, absorta contemplando cimbreantes briznas de hierba, mientras un rubor olvidado se extendía por todo su cuerpo.
-¡Mira, mamá! -gritó Mía acercándose con Julián- Hemos pescado un pez gigante.
Súbitamente Ana se apartó de Gata para examinar con maternal asombro lo que acabaría siendo la cena de aquella noche.
De camino a casa, en el viejo tractor de Julián, las dos mujeres se sentaron en una pequeña banqueta de la parte trasera, mirando hacia atrás, en el exterior del vehículo, mientras que Mía iba en la cabina junto a su tío. Éste se había tomado un día libre, el primero que Gata podía recordar, para, de alguna forma, contribuir a su recuperación y hacerle saber que la quería.
El camino era pedregoso y bacheado, y ambas mujeres estaban tan pegadas la una a la otra, que el el vaivén constante del trayecto no tardó en convertir el roce constante de sus brazos desnudos en caricias furtivas. Gata se esforzaba por mirar en dirección opuesta a su acompañante, pero el aroma a hierba mojada que emanaba la piel de su compañera parecía empujarla hacia ella. Nada se decían, nada oían ya, a pesar del ruidoso motor del tractor, salvo el sonido de sus propias respiraciones agitadas.
De aquella noche, Gata recordaría una palabra por encima de todo, hasta el día de su muerte: arriésgate.
Mientras se desangraba, el pastor no podía dejar de pensar en el balido de sus ovejas. Se lamentaba ahora, mordido por el hierro, de no haberse dado cuenta antes.
En un intento de dar sentido a su muerte absurda, quiso explicárselo a una de las enfermeras que se afanaban en volver a meterle la vida en el cuerpo. Quiso decirle que, aunque para la mayoría no fueran más que insignificantes onomatopeyas, él había aprendido a descifrar el balar en su conjunto, a entender esa especie de lenguaje colectivo de cada rebaño. Intentó contarle cómo gracias a semejante habilidad había salvado toda clase de peligros, desde despeñaderos traicioneros hasta gatos salvajes que acechaban entre los arbustos. No obstante, apenas era ya dueño de su voluntad. Hizo acopio de sus últimas fuerzas y la agarró de la bata para susurrarle al oído que no debía haber ignorado el súbito escándalo de los animales al toparse con la pequeña Mía… Pero en cuanto despegó sus labios, tan solo la sangre brotó de su boca.
Continuará próximamente.
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0 comentarios
Hola Omar.
Retuiteado, googlelizado y facebookeado!!
Un placer leerte.
(Pinterest no tengo) jeje
¡Vaya! Qué forma de empezar el día… Pues nada, un placer que te guste tanto y, de verdad, ¡muchísimas gracias! 😀
Deberías escribir un libro… ¡Deberías!