No era de allí. Había dejado de ser de alguna parte hacía mucho tiempo, sin embargo los más viejos recordaban verlo por aquellos lares desde antes incluso de tener memoria. Supe que lo llamaban “El güero”. De edad sin número y planta ruinosa, solía merodear por las tabernas de los embarcaderos mal pidiendo alguna limosna con la que ahogar sueños y recuerdos en un pozo de mezcal anegado.
Se sentó a mi lado arrastrando el olor rancio y funesto del abandono.
-No se engañe, compadre… -balbuceó, casi divertido- tal vez las puertas estén ahí mismo, pero le vetarán el paso.
Me sorprendió la serenidad de su mirada, ahora fija en una garza que parecía haber brotado de la exuberante laguna.
-¿Qué puertas?
No contestó. Cerró los ojos y el silbido de ese caramillo etílico que son los ronquidos de los borrachos, escapó entre las grietas de sus labios. Hice ademán de levantarme, pero su conciencia, o lo que quedaba de ella, me detuvo:
-¿Sabe usted qué hay a este lado de las puertas del paraíso?
La garza decidió no quedarse a escuchar la respuesta y levantó el vuelo rompiendo el espejo del agua en una miriada de ondas que, como sucedería con las palabras de mi acompañante, se resistían a desvanecerse.
-El rincón más abrasador del infierno – sentenció con rabia.
Brindé con él más tragos de los que recuerdo. Cuando se quedó dormido, me levanté tambaleante, le dejé algunas monedas y seguí mi camino.