Dos amigos de viaje. La despreocupación de su juventud y la apatía de una jornada presumiblemente larga les impulsa a parar en una reserva natural para dar un simple paseo. Entre bromas y carreras, pronto acaban desorientados, pérdidos. El yermo paraje que les envuelve, pronto parece mucho más inhóspito sin el faro que, para un viajero, es la carretera. Sin comida y sin agua, se sumergirán en una angustiante carrera para regresar a la civilización, una cuenta atrás cuyo límite viene marcado por el lento pero inexorable y frustrante agotamiento de sus propias fuerzas.
Gerry (2002) es una película atípica. En ella, la monotonía de unos planos dónde no ocurre nada, salvo el deambular de dos personajes, se repite durante largos e inquietantes minutos. Plagada de paisajes soberbios, tan titánicos como desángelados, donde la naturaleza, cae impertérrita e implacablemente sobre los protagonistas, ajena a sus insignificantes devenires.
Es una buena película, pero no apta para todos los espectadores. Requiere de una paciencia y una predisposición que mucha gente, simplemente, no está dispuesta a conceder. Aún así, el “esfuerzo”, merece la pena. En la obra de Gus Van Sant, los acontecimientos y las reacciones de los protagonistas acontecen de manera casi casual y automática. Los diálogos brillan por su ausencia. Ni si quiera cuando la amenaza de la muerta resulta un secreto evidente, los personajes osan reflexionar sobre la misma. Es la consecuencia de la osadía humana, el innato apego por la vida que, sin embargo, deja lugar a sentimientos, como la compasión, que delatan ese algo nuestro que nos hace diferentes al resto del reino animal.
ALGO PARECIDO A UN SPOILER:
Mención especial merece el final, tan cruel como irónico.