Por aquel entonces, mi único vínculo con el resto del mundo eran unas cuantas cartas, anacrónicamente manuscritas y cada vez más dispersas en el tiempo, que todavía me enviaban un puñado de conocidos a quienes en otro tiempo hube llamado amigos. Tal vez por eso despertó mi comatosa curiosidad la recepción de un misterioso sobre sin remitente alguno. En su interior yacía un pequeño reloj de bolsillo cuyo andar había muerto a las 9 en punto. No había más cortejo fúnebre para aquellas afiladas y oscuras manecillas que una nota arrugada, escrita con una extraña caligrafía infantil. Rezaba así…
“Querido viajero: Han pasado demasiados años para que me recuerde pero permítame que intente resarcir la deuda que a usted me encadena, con el presente que le envío. Nos conocimos en aquella villa, cuyo nombre no recuerdo, pero que en otra época ya perdida entre las páginas de los libros de historia, alumbró a un gran rey. Usted acababa de llegar, pero vi a una legua su paso lento y confundido, el mismo que habían arrastrado tantos otros extranjeros. Me acerqué blandiendo todo el disimulo aprendido en mis años de embaucadora y, tras unas amables palabras, permitió que lo guiara hacia su posada. Me encargué de conducirlo por el camino más largo, a través de un laberinto empedrado, hasta que empezamos a remontar una angosta calle coronada por un viejo campanario. Aguardé hasta el momento preciso y, ocultando mis malas artes tras los tañidos de las campanas, se los sisé lentamente. Lo distraje con medias verdades, tomando apenas uno de cada diez para no sorberle la vida de golpe. Pero cuando llegamos a su destino, había logrado robarle 50 latidos de su corazón. Lo que no supe, hasta algunos meses más tarde, cuando hube de hacer uso de ellos, es que aquellos impulsos de su pecho ya estaban destinados a otra persona. Cada uno de los suspiros que engendraban en mi interior, buscaban el aliento de quien yo no he conocido, pero desde entonces siempre he anhelado. Así, sin otro ánimo que el de apaciguar mi tormentosa conciencia y descansar de una vez por todas, haga uso, como a usted mejor le convenga, de mis últimos 50 latidos. Solo tiene que darle cuerda al reloj.”