Había aprendido a seguirla desde una distancia que me salvaba de dar explicaciones. No recordaba cuando me convertí en esclavo de ese irresistible vicio, pues por aquel entonces mi memoria se extraviaba con demasiada frecuencia, pero mis oídos sordos todavía escuchaban nitidamente el eco de las palabras que impulsaban mis pasos: “Ella será tuya para siempre”.
Hasta que aconteció un día más gris que ningún otro, un día en el que la primavera sopló más fría que el invierno y en el que mis pasos pesaron más que mis años…
Caí decrépito y cansado, mientras un último hilo de voz escapaba de mi garganta:
-Decidme, al menos, vuestro nombre… -imploré.
Por primera vez, ella se detuvo y volvió su oscuro y bellísimo rostro. Sus labios se movieron, y a pesar de no oír nada, supe lo que decían:
-Mañana.
Algo enturbió mi vista, puede que fueran las lágrimas o la vejez, pero pude vislumbrar su sonrisa antes se sentir el peso de la guillotina de mis párpados.