Siempre paseaban por aquellas humildes calles al atardecer, cuando el mundo entero parecía liberarse, aunque fuera durante unos instantes, del yugo de la rutina. Pero aquel día algo era diferente; ambos eran testigos de como el sol precipitaba la cataráta del tiempo en lo más profundo del horizonte. De pronto, un escalofrío lo detuvo. Las sombras del mundo se deslizaban bajo sus pies. “¿Y si no hay mañana?” preguntó con voz quebrada. Ella le cogió de la mano y continuó caminando, con paso firme, por encima de las tinieblas. Tras un largo silencio, añadió: “Entonces hagamos que el presente merezca la pena, porque de algún modo, será eterno”. La miró. Y eso fue todo, antes de fundirse en la espiral de sus pupilas.