No sabría decir cómo empezó la discusión, pero no nos marchamos juntos. A pesar de que llevaba horas vagando entre la gente, mi única compañía eran las luces de neón alumbraban mi pesado camino. Nunca imaginé que pudiera llegar a blandir palabras cuyo veneno emponzoñara mi memoria de tal modo. Pero el orgullo me mordía las entrañas cada vez que pensaba en ir a buscarla. Empecé a notar que el más mínimo roce con la gente me escocía como sal en una herida abierta, así que me refugié en el primer tugurio que encontré. Tarde unos instantes en darme cuenta de que no parecía haber nadie en el local, ni siquiera tras la barra. Cuando estaba apunto de marcharme, un extraño restallido desde el fondo de la sala llamó mi atención. Me acerqué y vi a una pelirroja afilando un taco de billar con una tiza. No pareció haberme visto, así que coloqué una moneda sobre borde de la mesa. Ella alzo brevemente sus enormes y gélidos ojos grises y asintió. “¿Reglas?” Pregunté tratando de ocupar mi mente con aquel inesperado entretenimiento. “He aquí el juego de lágrimas…” Empezó a hablar clavando su turbia mirada en mi. “… nos jugaremos lo único que importa, el tiempo: si ganas, podrás utilizar el mío para corregir tus errores. Pero si pierdes, me lo cobraré con tus recuerdos. Mas no temas…” Añadió esbozando una pérfida sonrisa. “… sólo tomaré aquellos de los que hayan emanado tus lágrimas”. En aquel momento me pareció un buen trato. Pero ahora que apenas me tengo en pie, sé que en realidad se llevó todo lo que aprendí de mis errores: se llevó mi propio ser.