Un torrente de palabras fue deshaciendo la arena del sueño bajo la que estaba enterrada. Despertó lentamente, sin moverse, sin hacer ruido, sin apenas abrir los ojos… Estaba sentada en el banquillo de los acusados y jamás hubiera imaginado el grotesco espectáculo que se desplegaba ante su recién adquirida conciencia. Un orondo viejo de cabellos dorados, más repelente que obeso, correteaba desnudo a través de la sala. Sobre su espalda, un par de diminutas alas tatuadas. Se detuvo junto a una hermosa mujer, que yacía grácil y desnuda sobre una enorme concha, conversando despreocupada con el anciano que parecía presidir el tribunal. Solo llegó a oír unas palabras que se habían desprendido, suaves y risueñas, de sus voluptuosos labios: “…En nombre del amor”.
Pese a que acababa de despertar y todavía estaba confundida, al oír aquello la joven no pudo evitar dejar escapar una pequeña risa, sepultando al instante la algarabía que había reinado hasta entonces en la sala. Sin poder contenerla, su tímida risotada se fue transformando en una sonora y furiosa carcajada. Al cabo de unos segundos eternos, con la cabeza todavía agachada, dejó de reír y empezó a articular lentamente unas palabras. Su voz sonaba seca, quebrada… tal si no hubiera hecho uso de ella durante demasiado tiempo:
-Si queréis saber algo del amor… -vaciló un instante antes de continuar- no lo busquéis escondido tras el pozo mágico de las palabras que forman poemas inmortales, no tratéis de hallarlo en las sinuosas pinceladas donde se perdieron los grandes pintores, de igual modo tampoco lo encontraréis en los dedos poseídos de un músico enamorado, ni siquiera en el latido acelerado del corazón de los amantes… -Se alzó clavando su mirada acusadora sobre el anciano juez- …Si de veras queréis saber algo del amor… -continuó mientras se desabrochaba su corpiño pasado de moda- contemplad la sangre seca que corroe mi piel pálida y podrida, allí donde el frío del acero devoró el calor de mi cuerpo. Tal vez, sea éste el lugar, en la oquedad oscura que guarda ahora mi pecho, donde hallaréis lo que queda de él.
En silencio, bajó del estrado y caminó lentamente hacia la puerta. Nadie osó impedirle el paso. Antes de cruzar el umbral, se volvió hacia la sala y, con gélido desdén, escupió unas últimas palabras:
-Sabed que mi nombre, es Julieta.