He de confesar que apenas me di cuenta de su presencia la primera vez me crucé con ella. Yo regresaba a casa, como todos los domingos, subiendo la vieja escalinata con paso lento y aburrido. Ella parecía aguardar a alguien apoyada sobre la barandilla que acompañaba el último escalón. Cuando pasé por su lado, la miré de soslayo y me pareció que esbozaba una sutil sonrisa a modo de saludo. Creí que tal vez me conocía de algo, pero no le devolví el gesto, pues pensé que se equivocaba. Sin embargo, durante los domingos siguientes, se sucedió con exactitud el mismo y poco extraordinario acontecimiento, hasta que al cabo de tres o cuatro semanas, le devolví la sonrisa, enlazada, eso sí, con el mismo silencio. Las semanas iban creciendo convirtiéndose en meses, y ninguno de los dos faltaba ni una sola vez a su cita. No tardé en sorprenderme a mi mismo pensando, entre semana, en aquellos tímidos encuentros. Sí, poco a poco, fui enamorándome de una sonrisa. Hasta tal punto llegó mi ensimismamiento, que hubiera arrojado al abismo del olvido todos los días que no vistieran de domingo. A decir verdad, innumerables veces estuve tentado de decirle algo; incluso, en más de una ocasión, llegué a abrir la boca como un idiota, intentando encontrar esa palabra esquiva que se resistía a ser hallada. Más por otra parte, temía romper aquel ritual secreto con el pesado martillo de lo mundano. Después de todo, aunque tal vez no fuera nada, aquella sonrisa podía serlo todo. Llegó, sin embargo, el funesto día, que cuando subí la escalinata ella ya no coronaba la cima. Jamás regresó. Y vivo ahora encadenado a un recuerdo, atrapado en la telaraña de la nostalgia de lo que ni si quiera llegó a ser…