La ciencia y la ética siempre han tenido una relación, cuanto menos, turbulenta. Y no me refiero ya a algo tan flagrante como los dantescos experimentos que ejecutaron los nazis en el siglo pasado. Experimentos que, a pesar de la repulsión que inspiran, tuvieron su posterior utilidad científica para mejorar nuestro conocimiento del cuerpo humano.
Me refiero a dilemas éticos también deleznables pero más sutiles. Donde el manido axioma de «el fin justifica los medios» se coloca subrepticiamente, como sucedió en los orígenes de las fecundaciones asistidas.
Las primeras de estas fecundaciones fueron practicadas en 1855 por J. Marion Sims en seis esclavas. Por supuesto sin su consentimiento pues, al fin y al cabo, estas mujeres no tenían otro status jurídico que el de propiedades de sus amos. Les inyectó esperma en múltiples ocasiones y, aunque finalmente una de ellas quedó en estado, terminó por sufrir un aborto. Tan primigéneo era el conocimiento de la concepción humana que si el Doctor Sims hubiera tenido en cuenta los ciclos de ovulación femeninos, probablemente hubiera tenido éxito.
No sería hasta casi 3 décadas más tarde (1884), que el Doctor William Pancoast lograría un nacimiento humano fruto de la inseminización artificial. Este hito médico, tampoco estuvo exento de polémica.
Un matrimonio acudió a la consulta del Doctor Pancoast porque no conseguía concebir un hijo. El médico dictaminó que el marido, debido a una gonorrea que había sufrido años antes, carecía de esperma. Tras un tratamiento ineficaz sobre el hombre, el doctor hizo acudir a la esposa con la excusa de practicar algunas pruebas médicas y la dejó inconsciente con cloroformo. En ese momento, y bajo la mirada atenta de otros seis estudiantes, inyectó el esperma de uno de ellos (el que, a juicio de todos, resultaba más atractivo) y fecundó a la mujer. Fue un éxito: Quedó en estado y alumbró un niño sano.
Pancoast no reveló al marido las circunstancias de la concepción hasta que se hubo producido el nacimiento y, aún así, ambos acordaron mantenerlo en secreto. Y jamás se hubieran sabido de no ser porque, varias décadas más tarde, uno de los estudiantes las hizo públicas en una revista médica. La voluntad de la mujer, por tanto, se vio completamente violada. Al mismo tiempo, por el simple hecho de que el doctor responsable de la intervención escogiese el esperma del estudiante más atractivo, plantó la semilla (nunca mejor dicho) de lo que posteriormente se conocería como Eugenesia: El intento de perfeccionar la especie humana mediante la intervención manipulada.