Tres figuras en torno a una mesa. Una yacía muerta sobre su silla, mientras las otras dos permanecían concentradas en un juego del que nadie conocía las reglas. Llevaban jugando desde el inicio de todo. Aquel al que llamaban Presente, un estafador avaricioso y taimado, jamás había perdido una partida. El otro, un ricachón ingenuo y derrochador, no había logrado ganar nunca. Lo conocían por el nombre de Futuro. Ambos apostaban la arena del tiempo, y Futuro disponía de la mayor cantidad que nadie pudiera imaginar. Llegó un día, no obstante, que al abrir su bolsa, el más negro vacío escupió con desdén un último grano de arena. Futuro estaba arruinado, había despilfarrado todo su tiempo. Fue en ese preciso instante, cuando Presente esbozó una pérfida sonrisa, y su contrincante cayó fulminado. El fin de la partida tuvo consecuencias funestas para el resto del mundo; las aves quedaron suspendidas en el aire, los mares se congelaron como un espejo líquido y las gentes quedaron petrificadas en blandas esculturas. El mundo entero había dejado de girar. Lo único que continuaba fluyendo, era la conciencia. Y así, encerrados en sus propios cuerpos, las personas sobrevivían condenadas a la más cruel de las torturas; repasar una y otra vez su pasado, mientras eran incapaces de avanzar hacia sus sueños, hacia su futuro. Aquel era el precio de la inmortalidad. Sin embargo, ante el estruendo de aquel silencio repentino, un árbol olvidado despertó de su letargo y, ajeno a todo lo que había sucedido, miró a su alrededor y pensó: “Carpe Diem”. (Tomada con instagram)